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Tres relatos

01 Nov 13 - 17:27

Valentina Zuravleva
 
Tres relatos
 
 
Presentación
 
Valentina Zuravleva es hasta donde yo sé la única escritora rusa de ciencia ficción que ha tenido alguna, aunque mínima, difusión en occidente. Siempre con el ánimo de rescatar los aportes femeninos a la scifi y la phantasy compilo hoy el escaso material que he encontrado de esta autora. Son tres cuentos de muy grata lectura.
"El capitán de la astronave Polus", es un relato particularmente bello, aunque patético. Respecto a este relato, algún tiempo atrás lo encontré digitalizado en su versión inglesa y con el título "The astronaut"
Al compararlo con la versión en castellano advertí que se habían omitido numerosos párrafos respecto a la versión en inglés, incluidos el comienzo y el final del relato, así que los traduje y los inserté en la versión española. Va resaltado el texto agregado respecto a la versión publicada en "Lo mejor de la ciencia ficción rusa", Libro Amigo 88, Editorial Bruguera S. A., 1968. El traductor original indicado es Carlos Robles.
Como es habitual me queda alguna pregunta sin respuesta: ¿cómo un traductor puede ser tan desgraciado para amputar así un texto?...
Los otros relatos incluidos son: "La música de las estrellas", y "La piedra de las estrellas".
 
El capitán de la astronave «Polus»
Valentina Zuravleva
Traducido por Carlos Robles en Lo mejor de la ciencia ficción rusa, relatos recopilados por Jacques Bergier, Libro Amigo 88, Editorial Bruguera S. A., 1968.
Corrección de la traducción por urijenny a partir de la versión en inglés translated from the russian by Leonid Kolesnikov; edited by Richard Dixon, from the compilation Destination: Almathea, Foreign Languages Publishing House, Moscow.
 
Valentina Zuravleva (1933- ) estudió en un instituto médico. Probablemente se inició en la ficción científica por las casi fantásticas posibilidades que ofrece el campo de la medicina. El lector disfrutará particularmente el audaz vuelo de su imaginación en su pensamiento científico. La presente historia también conocida como El astronauta es de 1960. Ha publicado el volumen de relatos A través del tiempo.
 
Pienso que debería comenzar explicando en unas pocas palabras la razón que me trajo al Archivo Central de Astronáutica. De otro modo, mi historia podría parecer incompleta.
Soy médico de a bordo y he participado en tres expediciones al cosmos. Mi especialidad médica es la psiquiatría: la astropsiquiatría, como se llama hoy. El problema del que me ocupo tuvo su origen hace mucho tiempo, en el decenio comprendido entre 1970 y 1980. Entonces el vuelo desde la Tierra a Marte duraba más de un año, y para llegar a Mercurio eran necesarios cerca de dos. Los motores trabajaban sólo en las fases de la partida y de la llegada. Las observaciones astronómicas no se hacían desde los cohetes, sino desde obser¬vatorios especiales instalados sobre satélites artificiales. ¿De qué se ocupaba entonces la tripulación durante los largos meses del viaje? Casi de nada. La forzada inacción causaba agotamientos nerviosos, estados de postración, enfermedades. La lectura y la radio no podían suplir enteramente todas las cosas de que carecían los primeros astronautas. Echaban de menos el trabajo creador al que estaban acostumbrados. Fue entonces cuando se pensó en formar las tripulaciones con individuos que tuviesen alguna afición, no importaba cuál, mientras les mantuviese ocupados durante el vuelo. Así surgieron pilotos apasionados por las matemáticas, navegantes que estudiaban antiguos papiros, ingenieros que dedicaban todo su tiempo a la poesía.
 
En los formularios que los astronautas debían rellenar fue añadido el famoso pun¬to 12: «¿Cuál es su hobby?». Sin embargo, los avances en la tecnología de los cohetes pronto proveyó una nueva solución al problema. Los motores iónicos acortaron los viajes entre los planetas a unos pocos días. El punto 12 fue eliminado.
Pocos años después, con la entrada de la humanidad en la época de los vuelos interestelares, el problema reapareció aún más agudo. En efecto, pese a alcanzar casi la velocidad de la luz, los cohetes atomiónicos, que ha¬cían el recorrido desde la Tierra hasta las estrellas más cercanas, viajaban durante años. Es verdad que el tiempo disminuía de acuerdo con la elevada velocidad de los cohetes, pero de todos modos los viajes duraban ocho, doce y a veces veinte años...
Se incluyó nuevamente el punto 12 en los certificados de vuelo. En términos de control real del cohete, la tripulación ocupaba no más del 0.001 % del tiempo de vuelo. La TV desaparecía unos pocos días después del lanzamiento, la radio se mantenía durante otro mes. Y quedaban aún años y años por delante...
En aquellos días, los cohetes fueron tripulados por equipos de seis a ocho miembros, no más. Las minúsculas cabinas y un invernadero de 50 metros de longitud eran todo el espacio habitable con el que contaban. Es difícil para nosotros, que viajamos en las confortables naves interestelares de la actualidad, imaginar como podía la gente de aquel tiempo prescindir de gimnasios, piletas de natación, teatros estereofónicos y galerías de paseo.
Pero estoy divagando y aún no he empezado mi his¬toria...
No sé, pues aún no he tenido tiempo para localizarlo, quién fue eI diseñador del edificio del Archivo. Pero fue, obviamente un arquitecto excepcional. Talentoso y audaz. El edificio se eleva sobre la ribera de un lago siberiano que se formó veinte años atrás cuando se represó al Ob. El edificio principal se levanta sobre una playa elevada. Desconozco cómo se hizo, pero parece remontarse sobre las aguas, un blanco edificio que se ve como una goleta dispuesta para navegar.
En total hay unas cincuenta personas en el Archivo. Ya me he encontrado con algunos de ellos. La mayoría se encuentra aquí por una breve temporada. Un escritor australiano está recopilando material sobre el primer vuelo interestelar. Un estudiante de Leningrad investiga la historia de Marte. El esquivo indio es un famoso escultor. Dos ingenieros –un hombre joven alto y de rostro recio de Saratov y un pequeño y cortés japonés– están trabajando en conjunto en algún proyecto. De qué clase, no lo sé. El japonés sonríe cortésmente cuando le pregunto al respecto:
–Oh, es una nimiedad. No es merecedor de su atención.
Pero nuevamente me he alejado del tema, cuando debería estar comenzando mi historia.
El punto 12 es el objeto de mi trabajo científico. Y es justamente la historia del punto 12 la que me ha traído aquí, al Archivo Central de Astronáutica.
La misma tarde del día en que llegué, tuve una conversación con el director del Archivo, un hombre joven toda¬vía, a quien el estallido del depósito de combustible de un cohete casi había privado de la vista. Llevaba lentes especiales de triple capa y de tinte azulado que le escondían los ojos, por lo que parecía no sonreír nunca.
–Bien –dijo, después de haberme escuchado–, desea usted empezar con el material del sector O–14... Ah, perdone, esta es nuestra clasificación interna y no le dice nada. Me referí a la primera expedición a la estrella de Barnard.
Para vergüenza mía debo confesar que no sabía casi nada de tal expedición.
–Sus vuelos fueron en direcciones diferentes –dijo con un encogimiento de hombros–. Sirius, Procyon y 61 Cygni. Y toda su investigación hasta ahora ha sido en vuelos hacia esas estrellas, ¿no es así?
Me sorprendió que conociera tan bien mi legajo.
–Sí –continuó el director–, la historia de Alexei Za¬rubin, comandante de la expedición, resolverá muchas de las cuestiones que le interesan. Dentro de media hora le traerán el material. ¡Buen trabajo!
Tras los lentes azules, los ojos no eran visibles, pero la voz tenía un tono triste.
 
El material llegó a mi mesa. Los folios estaban amarillentos en algunos lugares, la tinta (entonces escribían con tinta) se había descolorido. Pero su significado no se ha perdido; hay copias infrarrojas de todos los documentos. El papel ha sido cubierto con una película de plástico transparente que se presenta lisa al tacto y resistente.
A través de la ventana puedo ver el mar. Sus rompientes se suceden poderosamente; las olas cru¬jían dulcemente sobre la ribera como páginas deshojadas de un libro...
En la época en que fue realizada, la expedición a la estrella de Barnard era una empresa difícil, casi desesperada. Distancia: seis años luz. El cohete debía efectuar la mitad del recorrido en fase de aceleración y la otra mitad en fase de deceleración; aunque este sistema per¬mitía alcanzar una velocidad superior a la de la luz, el vuelo de ida y vuelta requería unos catorce años.
Para la tripulación el tiempo aún sería menor y los catorce años se habrían reducido a unos cuarenta meses reales. Un período en sí no excesivamente largo, pero con el peligro de que el motor debía trabajar casi constantemente a pleno régimen durante treinta y ocho meses de los cuarenta.
El cohete no tenía combustible de reserva –un riesgo injustificado, podríamos pensar en la actualidad, pero no había alternativa entonces. La nave no podía cargar más que lo que los ajustadamente calculados tanques de combustibles podían contener. Por lo tanto, cualquier retraso en el trayecto, sería fatal.
Leo el texto de la reunión del comité encargado de escoger la tripulación. Se presentan candidatos y el co¬mité los rechaza siempre, porque el vuelo es excepcionalmente difícil, porque el capitán debe ser a la vez un óptimo ingeniero, porque debe reunir una excepcional resistencia, una audacia casi desatinada. Y de pronto, todos asienten.
Vuelvo la página. Empiezan el legajo de servicio del capitán Alexei Zarubin.
Tres páginas más y empiezo a comprender el motivo de que Alexei Zarubin fuese nombrado por unanimidad comandante del «Polus». Era un hombre en el que se asociaban de modo excepcional la fría sabiduría del científico y el fogoso temperamento del luchador. Por ello le habían destinado a las más arriesgadas empresas. Sabía salir de las situaciones más arduas y desespera¬das. Era justamente el hombre apto para una expedi¬ción que muchos consideraban de antemano condenada al fracaso.
El comité seleccionó al capitán. Siguiendo la tradición, el capitán escogió a su tripulación. Pero lo que Zarubin hizo, difícilmente podría considerarse una selección. Simplemente contactó a cinco astronautas que habían integrado tripulaciones con él con anterioridad y les preguntó si estaban dispuestos a emprender un vuelo peligroso. Con él como capitán aceptaron de inmediato.
Encuentro las fotografías de la tripulación del «Po¬lus». Son fotografías en blanco y negro, en dos dimen¬siones. El capitán tenía entonces veintiséis años. En la fotografía aparece más viejo: una cara llena, lige¬ramente grueso con anchos pómulos, labios fuertemente apretados, nariz aguileña, pelo rizado y seguramente muy suave y ojos extraños. Unos ojos tranquilos, casi perezosos, pero en los que vagaba una luz impertinente, des¬carada...
Los restantes astronautas eran aún más jóvenes. Los ingenieros, marido y mujer, estaban fotografiados juntos, volaban siempre juntos. El piloto tenía una mirada absorta de músico. El médico de a bordo era una mucha¬cha: quizá yo también tenia aquel aspecto serio en la primera fotografía que me hicieron al ingresar en la Flota Astral. El astrofísico mostraba una mirada obsti¬nada sobre un rostro manchado de quemaduras: había realizado con el capitán un aterrizaje forzoso en Dione, satélite de Saturno.
Una expedición a la estrella de Barnard en aquellos días era una aventura peligrosa.
 
Punto 12 del formulario: hojeo las páginas y veo que las fotografías me han orientado bien. En efecto, el piloto es músico y compositor; la pasión de la muchacha seria es la microbiología, el astrofísico estudia obstina¬damente las lenguas, ya posee cinco a la perfección y piensa acometer ahora el latín y el griego antiguo. Los ingenieros, marido y mujer, tienen la misma pasión: el ajedrez, el nuevo ajedrez con dos reinas blancas y dos reinas negras y un tablero de 81 casillas...
La pregunta 12 también halla respuesta en el formu¬lario del capitán. Su pasión extraña, única, excepcional; nunca me había topado con nada semejante. Desde pequeño, el capitán se deleita con la pintura: es natural considerando que su madre era pintora. Pero el capitán no pinta, no, se interesa por otra cosa. Sueña con descubrir los secretos de la Edad Media, con recuperar la composición de sus colores, sus mezclas. Y hace investigaciones químicas, siempre con la obstinación del científico y el temperamento del artista.
Seis hombres, seis caracteres diferentes, seis destinos distintos. Pero la pauta viene marcada por el capitán. Los demás le quieren, tienen fe en él, le imitan. Y por eso todos saben ser tranquilos, imperturbables y desen¬frenadamente audaces.
 
Partida. El «Polus» apunta hacia la estrella de Bar¬nard. El reactor atómico lanza por las toberas oleadas de iones invisibles... El cohete está en fase de acelera¬ción, se nota continuamente la sobrecarga. Durante los primeros momentos es difícil caminar, difícil trabajar. El médico hace observar con severidad el régimen establecido. Los astronautas se acostumbran a las condi¬ciones del vuelo. Se ordena la estiba y se instala el radiotelescopio. Empieza la vida normal. El control del reactor, de los instrumentos, de los mecanismos, requiere poco tiempo. Cuatro horas al día son obligatorias para las respectivas especializaciones; el resto del tiempo es libre y cada cual lo emplea como quiere. La muchacha seria lee ávidamente textos de microbiología. El piloto ha compuesto una canción y todos los tripulantes la cantan. Los dos ingenieros pasan largas horas ante el tablero, el astrofísico lee a Plutarco en su lengua original...
Hay breves entradas en la bitácora de la nave: El vuelo se desarrolla normalmente. El reactor y los mecanismos operan correctamente. El ánimo de todos es elevado. Luego, de pronto, una entrada angustiada: Las telecomunicaciones han terminado. El cohete ahora está fuera de alcance. Ayer vimos la última transmisión de televisión desde la Tierra. ¡Cuán duro es ver romperse otro vínculo! Días más tarde dos líneas más: He mejorado la antena de recepción de radio. Espero que sea capaz de continuar recepcionando las transmisiones durante unos siete u ocho días más. Y fueron tan felices como podían serlo al funcionar la radio por otros doce días.
El cohete vuela hacia la estrella de Barnard aumen¬tando progresivamente su velocidad. Los meses pasan. El reactor atómico funciona tal como estaba previsto. El consumo de combustible es el calculado, ni un miligramo más.
La catástrofe vino de improviso. Durante el octavo mes de vuelo se verificó una variación en el régimen de trabajo del reactor con el consi¬guiente aumento del consumo de combustible. En el diario de a bordo apareció una breve anotación: No sabemos la causa de tal reacción accesoria.
 
Fuera, el mar levanta la voz. El viento es más fuerte y las olas ya no rozan como páginas de un libro, rebu¬fan impacientes batiendo la costa. Oigo la risa de una mujer. No, no puedo, no debo distraerme. Me parece estar viendo a aquellos hombres en el cohete. Ahora ya los conozco y puedo imaginar todo lo que ha sucedido. Quizá me equivoque en algún detalle, pero, ¿qué importa? Pero no, estoy segura de que no me equivocaré ni siquiera en los detalles. Tengo el convencimiento de que los hechos se desarrollaron así:
 
En la retorta colocada sobre la espita hervía un líquido obscuro. Vapores negruzcos recorrían el serpentín para terminar en el condensador. El capitán examinaba atentamente un tubo de ensayo que contenía un polvo rojo obscuro. Se abrió la puerta. La llama del quemador tem¬bló. El capitán se volvió. En la entrada se hallaba el ingeniero.
El ingeniero estaba turbado. Era un hombre que sabía controlarse, aunque su voz traicionaba su turbación. Una voz extraña, sonora, desacostumbradamente firme. El ingeniero intentaba mantener la calma, pero no lo conseguía.
–Siéntate, Nikolai –el capitán le acercó una bu¬taca–. He hecho estos cálculos ayer y he obtenido el mismo resultado. Ven, siéntate.
–¿Qué haremos?
El capitán miró el reloj.
–¿Hacer? Faltan cincuenta y cinco minutos para la cena. Te¬nemos tiempo de discutirlo. Avisa a todos, por favor.
–Muy bien –contestó mecánicamente el ingeniero–. Se lo diré a todos. Sí, se lo diré.
No comprendía la tranquilidad del capitán. La velocidad del «Polus» aumentaba segundo a segundo y había que tomar inmediatamente una decisión.
–Mira –explicó el capitán, acercándole el tubo de ensayo–. Seguramente te interesará. Es cinabrio. Un color endia¬bladamente seductor. Pero suele obscurecerse a la luz... Ya lo he encontrado: todo el secreto está en el grado de dispersión...
Y se extendió en una disertación acerca de cómo había conseguido obtener un cinabrio estable a la luz. El ingeniero le escuchó con impaciencia, atormentando la probeta con las manos, y con los ojos fijos en el reloj de la pared: treinta segundos, la velocidad había aumen¬tado en dos kilómetros por segundo; un minuto más y habría aumentado otros cuatro kilómetros por segundo...
–Me voy –dijo por fin–, debo advertir a los otros. Mientras descendía la escalerita comprendió de pron¬to que no tenía prisa, ya no contaba los segundos.
El capitán cerró la puerta de la cabina, introdujo distraídamente el tubo de ensayo en el trípode y pensó con una sonrisa: El pánico es como una reacción en cade¬na. Todo lo que le es extraño, lo retrasa... El zumbido del sistema de enfriamiento del reactor llenó sus oídos. Los motores funcionaban a pleno acelerando el vuelo del «Polus».
Diez minutos después, el capitán bajó al salón. Cinco personas le saludaron poniéndose en pie. Y por el modo de levantarse, por el hecho de que todos llevaban el uniforme de los astronautas, cosa que sucedía raras veces y sólo en las ocasiones solemnes, el capitán comprendió que ya no era necesario explicar la situación.
–Bueno –murmuró–, parece que sólo yo me he olvidado de ponerme el uniforme...
Nadie sonrió.
–Sentémonos –indicó el capitán–. Consejo de gue¬rra. Como está prescripto, que hable primero el más joven: Lenocka, ¿qué debemos hacer? ¿Qué piensa de la situación?
La muchacha contestó con toda seriedad:
–Soy médico, Alexei Pavlovic, y nuestro problema es, ante todo, técnico. Permítame expresar mi opinión después.
El capitán asintió con la cabeza.
–De acuerdo. Eres la más brillante entre nosotros, Lena. Y, como mujer, la más astuta también. Hablarás cuando estés lista para expresar tu opinión.
La chica no dijo nada.
–Bien –continuó el capitán–, Lena hablará más tarde. Oigamos a Sergei.
El astrofísico abrió los brazos.
–Tampoco concierne a mi especialidad. No tengo una opinión bien definida, pero sé que el combustible debería bastar para alcanzar la estrella de Barnard. ¿Por qué volver a mitad de camino?
–¿Por qué? –repitió, a su vez, el capitán–. Porque desde allí ya no podríamos volver. Desde la mitad del trayecto, sí; desde la estrella de Barnard, no.
–No lo comprendo –insistió el astrofísico, pensativo–. ¿Por qué no? Nos vendrían a buscar. Verán que no volveremos y vendrán por nosotros. La astronáutica está en continuo desarrollo.
–Si –contestó, riendo, el capitán–. Pero hará falta tiempo... Por lo tanto, es usted del parecer de conti¬nuar..., ¿no es así? Bueno. Ahora usted, Georgi. ¿Entra el asunto dentro de su especialidad?
El piloto saltó en pie, separando la butaca.
–Siéntese –ordenó el capitán–. Siéntese y hable con calma. No salte. ¿Y bien?
–¡No debemos volver! –el piloto casi gritaba–. Hay que seguir adelante... ¡Adelante a través de lo imposible! ¿Cómo podemos pensar en volver? Sabíamos que la expedición era muy difícil. Lo sabíamos, ¿no? Y ahora, en cuanto surge la primera dificultad, ¡se habla de volver! ¡No, no, adelante!
–Adelante a través de lo imposible –murmuró el capitán–. Bien dicho... ¿Qué opinan los ingenieros? ¿Nina Vladimirovna? ¿Nikolai?
El ingeniero miró a su mujer. Esta hizo un gesto y él tomó la palabra. Habló con calma, como si pensase en voz alta.
–Nuestro vuelo a la estrella de Barnard es una ex¬pedición científica. Si entre todos podemos saber algo nuevo, si hacemos algún descubrimiento, nuestro esfuer¬zo habrá sido útil. Pero este esfuerzo sólo será verdaderamente útil si nuestro descubrimiento es conocido por otros hombres, por la Humanidad. Si llegamos hasta la estrella de Barnard y luego no es posible volver atrás, ¿qué valor tendrán nuestros descubrimientos? Sergei ha dicho que al final alguien nos vendrá a recoger. Lo admito. Pero entonces, el mérito será suyo, de quienes ven¬gan a recogernos. ¿Qué méritos tendremos nosotros? ¿Qué hará por la Humanidad nuestra expedición?... En una palabra, sólo produciremos molestias. Sí, molestias. En la Tierra esperarán nuestro regreso, y lo harán en vano. Si volvemos inmediatamente, la pérdida de tiem¬po se reducirá al mínimo. Partirá una nueva expedición. Quizá seamos nosotros mismos. Habremos perdido, eso si, algunos años. Pero, por el contrarío, proporcionaremos a la Tierra el material recogido. Pero ahora no tenemos esa posibilidad... ¿Continuar? ¿Para qué? Nina y yo nos oponemos. Hay que volver en el acto.
Siguió un largo silencio. Luego, la muchacha preguntó:
–¿Qué piensa usted, capitán?
Zarubin sonrió con tristeza.
–Creo que nuestros ingenieros tienen razón. Las bellas palabras sólo son palabras. Y el buen sentido, la lógica, el cálculo, están de parte de los ingenieros. Hemos venido a hacer descubrimientos. Si la Tierra no tiene noticia de ellos, no valdrán nada. Nikolai tiene razón, toda la razón.
El capitán se levantó y atravesó pesadamente la cabina. Era difícil caminar. La sobrecarga tres veces ma¬yor, provocada por la aceleración del cohete, dificultaba los movimientos.
–Cabe también la espera de un socorro –continuó–. Quedan dos soluciones. La primera es volver a la Tierra; la segunda es alcanzar la estrella de Barnard..., y luego, regresar de algún modo. Regresar, pese a la pérdida de combustible.
–¿Cómo? –preguntó el ingeniero.
Zarubin se acercó a la butaca, se sentó e hizo una pausa antes de contestar.
–No lo sé. Pero tenemos tiempo. Para llegar a la estrella de Barnard aun faltan once meses. Si ustedes deciden que volvamos ahora, lo haremos. Pero si creen que durante esos once meses yo puedo pensar, inventar, descubrir alguna cosa que nos permita resolver esta si¬tuación, entonces..., ¡adelante a través de lo imposible! Esto es todo, amigos.. ¿Qué les parece? ¿Lenocka?
La muchacha le miró con malicia.
–Como todos los hombres, es usted muy listo. Apostaría algo a que ya tiene preparada alguna solución.
El capitán soltó una carcajada.
–¡Perdería! Aún no he encontrado nada. Pero lo en¬contraré, estoy seguro.
–Lo creemos. Estamos convencidos de ello –el in¬geniero calló un momento–. Aunque no puedo imaginar cómo saldremos de este embrollo. Nos queda el dieciocho por ciento del carburante. El dieciocho por ciento, en vez del cincuenta... Pero después de lo que ha dicho, capitán, es suficiente. Vamos a la estrella de Barnard. Como dice Georgei, ¡adelante a través de lo imposible!
 
...Las ventanas se abren sin ruido. El viento vuelve las páginas, atraviesa la habitación, llenándola con el fresco olor del mar. Ese olor es algo maravilloso. En los cohetes no existe. Los acondicionadores depuran el aire, mantienen la humedad necesaria, la temperatura conveniente. Pero el aire acondicionado no tiene sabor, como el agua destilada. Se han probado muchas veces generadores de olores artificiales, pero hasta ahora sin resultados satisfactorios. El olor común del aire terres¬tre es demasiado complejo y no es fácil reproducirlo. Ahora, por ejemplo... Siento el olor del mar, de las hú¬medas hojas otoñales, de perfumes apenas perceptibles. A veces, cuando el viento se hace más fuerte, percibo el olor de la tierra y hasta el débil perfume de los colores.
El viento vuelve las páginas... ¿Con qué contaría el capitán? Soy médico, he volado y sé que no suceden milagros. Cuando el «Polus» llegase a la estrella de Bar¬nard, sólo le quedaría el dieciocho por ciento de com¬bustible. El dieciocho en vez del cincuenta...
 
A la mañana siguiente rogué al director que me ense¬ñase los cuadros de Zarubin.
–Hay que subir arriba –explicó–. ¿Ya lo ha leído todo?
Escuchó mi respuesta y asintió con la cabeza.
–Lo comprendo. Yo también lo pensaba. Desde aquel momento, la historia empieza a tener un carácter excep¬cional. Sí, el capitán asumió una gran responsabilidad...
Calló durante largo rato, mordiéndose los labios. Luego se levantó y se ajustó las gafas.
–Bueno, vamos.
El director cojeaba. Recorrimos lentamente los corredores del Archivo.
–Leerá otras cosas sobre el particular –dijo el director–. Si no me equivoco, segundo volumen, página cien y siguientes. Zarubin quería descubrir el secreto de los maestros italianos del Renacimiento. A partir del siglo XVIII empezó la decadencia de la pintura al óleo, desde el punto de vista de la técnica de los colores, quiero decir. Muchas cosas se consideraron irremedia¬blemente perdidas. Los pintores ya no sabían obtener colores luminosos y al mismo tiempo persistentes. Particularmente, en lo que respecta al celeste y al azul. Za¬rubin...
Los cuadros de Zarubin estaban reunidos en una es¬trecha galería inundada de sol. Lo primero que me llamó la atención fue que cada uno de los cuadros de Zarubin estaban pintados de un solo color: rojo, azul, verde...
–Son estudios para probar los colores –explicó el director–. Aquí hay uno, Estudio en tonos azules. Ul¬tramarino.
En un cielo azul volaban juntas dos delicadas figuras humanas, un hombre y una mujer. Todo estaba pintado en azul. Pero nunca había visto una tan infinita variedad de matices. El cielo aparecía nocturno, azul obscuro en el extremo izquierdo inferior del cuadro y transparente, saturado por el aire ardiente del mediodía, en el ángulo opuesto. En los hombres, las alas formaban un mosaico de tonos azules, celestes, violetas. Los colores eran unas veces elásticos, claros, luminosos; otras veces, dulces, tenues, transparentes. En comparación, el estudio de Degas Las bailarinas azules hubiera parecido un cuadro mortecino, pobre en colores.
Admiré luego otros cuadros. Estudio en tonos rojos dos soles escarlatas en un planeta desconocido, un caos de sombras y penumbras desde el rojo sangre hasta el rosa luminoso. Estudio en tonos ocres: amontonamien¬tos de rocas obscuras, severas. Estudio en tonos verdes: un bosque irreal, mágico...
–Zarubin fantaseaba –dijo el director–. Al princi¬pio pretendía probar los colores. Pero después...
El director calló. Miré los azules, impenetrables cristales de sus gafas.
–Siga leyendo –dijo, por fin, en voz baja–. Luego le enseñaré los demás cuadros. Entonces comprenderá...
 
Leo con la mayor rapidez posible. Intento fijar las cosas principales y adelante, adelante...
El «Polus» continuó su viaje. La velocidad del cohete alcanzó el límite máximo y los motores empezaron a trabajar en régimen de deceleración. A juzgar por las breves notas de la bitácora, todo seguía normal¬mente, ninguna avería, ninguna enfermedad. Nadie recordaba al capitán la promesa hecha. Zarubin estaba, como siempre, tranquilo, seguro de sí mismo y alegre. Como antes, dedicaba mucho tiempo a la tecnología de los colores y pintaba estudios...
¿Cuáles fueron sus pensamiento cuando estaba sólo en su cabina? Ni la bitácora de la nave, ni el diario del navegante dan ninguna respuesta. Pero hay un documento interesante. El informe de los ingenieros acerca del desperfecto del sistema de enfriamiento, en claro y conciso lenguaje encrespado con tecnicismos. Pero entre líneas leo: Si has cambiado de opinión, amigo, esto te permitirá rectificar tu posición sin menoscabo... Y lo dispuesto por el capitán: Bien, haremos las reparaciones sobre un planeta de la estrella de Barnard, que significa: No, amigos, yo no he cambiado mi decisión.
El cohete alcanzó la estrella de Barnard diecinueve meses después de su partida. Cerca de la débil estrella rosada se descubrió un planeta, de dimensiones casi idénticas a las de la Tierra, pero cubierto de hielos. El «Polus» se preparó a posarse sobre él. El flujo de iones emitido por las toberas del cohete fundió los hielos y el primer intento no tuvo éxito. El capitán escogió otro punto, con el mismo resultado... Por fin, tras seis tenta¬tivas, se encontró bajo el hielo una roca granítica.
Desde ese día las anotaciones en el libro de bitácora se hicieron en tinta roja. De esta manera se registraban tradicionalmente los descubrimientos.
El planeta estaba muerto. Su atmósfera estaba com¬puesta casi exclusivamente de oxígeno puro, pero no se encontró ni un ser viviente ni una planta. El termómetro señalaba cincuenta grados bajo cero. Planeta inerte –estaba escrito en el diario del piloto–; pero, en cam¬bio, ¡qué estrella! ¡qué diluvio de descubrimientos!...
Sí, un diluvio de descubrimientos. Incluso hoy, cuando la ciencia de la estructura y evolución de las estrellas ha experimentado grandes avances, los descubrimientos hechos por la expedición del «Polus» en muchos aspectos no han perdido nada de su valor. El estudio de la envoltura gaseosa de las enanas rosadas tipo Barnard se considera aún como un clásico científico.
El libro de bitácora... El informe científico. El manuscrito del astrofísico con la paradójica hipótesis sobre la evolución es¬telar..., y, por fin, lo que yo buscaba: la orden de regreso dada por el capitán. No doy crédito a mis ojos y repaso rápidamente las páginas. Una anotación en el diario del navegante. Ahora lo creo; sé que sucedió así.
Un día, Zarubin dijo:
–Hay que regresar.
Los cinco hombres miraron a Zarubin en silencio. Se oía el tic-tac de los relojes...
–Tenemos que volver –repitió el capitán–. Ya sa¬bemos que nos queda el dieciocho por ciento del com¬bustible. Pero hay una solución. Ante todo, aligerar el cohete. Debemos eliminar todo el equipo eléctrico con excepción de los instrumentos de corrección –vio que el piloto quería decir algo y le detuvo con un gesto–. Hay que hacerlo así. Los instrumentos, los mamparos interiores de los depósitos vacíos, y algunas de las secciones del invernadero. No es eso todo. El mayor consumo de combustible es debido a la pequeña aceleración de los primeros meses de vuelo. Ha¬brá que resignarse a los inconvenientes: el «Polus» de¬berá partir con una aceleración plena de 12 g en lugar de tres...
–Con una aceleración semejante, será imposible guiar el cohete –objetó el ingeniero–. El piloto no podrá...
–Ya lo sé –le interrumpió con dureza el capitán–. La dirección, durante los primeros meses, será dada desde aquí, desde este planeta. Aquí se quedará un hom¬bre. ¡Silencio! Recuérdenlo, no hay otra solución y se hará así. Sigamos. Nina Vladimirovna y Nikolaj no pueden quedarse, esperan un niño. Sí, lo sé. Lenocka es medico, debe partir. Sergei es el astrofísico, y también debe partir. Georgei es demasiado excitable. Por eso me quedaré yo. ¡Silencio he dicho!
 
Tengo delante los cálculos hechos por Zarubin. Soy médico y no todo lo veo claro. Pero no resulta difícil comprender que son irreprochables. El cohete se aligera hasta el desmantelamiento, se fuerza al máximo la aceleración de salida. La mayor parte del invernadero se dejó sobre el planeta, lo que incidió severamente sobre las raciones de los astronautas. Se suprime el sistema de alimen¬tación de emergencia, consistente en dos microrreacto¬res; se desmonta casi toda la instalación electrónica. Si durante el viaje sucede algo imprevisto, el cohete ni siquiera podrá volver a la estrella de Barnard. Riesgo al cubo –escribió el navegante en su diario; y abajo–: Pero para el que se queda, el riesgo será diez, cien veces mayor.
Zarubin tendría que esperar catorce años. Únicamen¬te hasta entonces otro cohete podría ir a recogerlo. Catorce años solo sobre un planeta hostil, cubierto de hielo...
Más cálculos. La energía era lo primero. Tenía que alcanzar para el periodo de control del cohete desde el planeta y para los catorce largos años posteriores. Y de nuevo sin margen para emergencia.
Una fotografía del habitáculo del capitán, cons¬truido con las secciones del invernadero. A tra¬vés de las paredes transparentes se ven las instalacio¬nes electrónicas, los microrreactores. Sobre el techo, las antenas del mando a distancia. En torno a ella, un de¬sierto de hielo. En el cielo gris, cubierto por una densa bruma, salta la luz fría de la estrella de Barnard. Un disco cuatro veces más grande que el Sol, pero apenas más luminoso que la Luna.
Hojeo con nerviosismo el libro de bitácora. Está todo: las instrucciones del capitán, los acuerdos relati¬vos al enlace por radio durante los primeros días de vuelo, la lista de los objetos dejados al capitán... Y luego, de pronto, una palabra: Lanzamiento.
Siguen anotaciones extrañas. Parecen escritas por un niño, las líneas son irregulares, las letras aparecen de¬formadas. Es el efecto de la aceleración a 12 g.
Consigo leerlas con dificultad. La primera anotación:
Todo bien. ¡Maldita aceleración! Nuestra visión está severamente velada...
Dos días después:
Acelerando según lo calculado. Imposible caminar, debemos arrastrarnos...
Una semana más tarde:
Es duro, muy... (tachado). El reactor trabaja a pleno régimen.
Dos folios del diario de a bordo están en blanco. Sobre el tercero, manchado de tinta, consta la siguiente observación:
El control a distancia se debilita. Hay algún obstáculo en la trayectoria de las emisiones. Esto... (tachado). Es el fin.
Pero al final de la página hay otra, escrita con mano más firme:
El control desde el planeta ha sido restaurado. El indicador de potencia se mantiene en cuatro unidades. El capitán está entregando toda la energía de sus microrreactores y nosotros no podemos impedírselo. Se sacrifica...
Cierro el libro de bitácora. Ahora sólo puedo pensar en Zarubin. No esperaba, sin duda, que se estropease el control a distancia.
 
Se oye el pitido de la señal de alarma del indicador. La temblorosa aguja se detiene en el cero. La emisión de energía ha encontrado un obstáculo y el control a distancia deja de responder rápidamente.
El capitán se halla de pie ante la pared transparente. El opaco sol escarlata se oculta en el horizonte. Las tinieblas se van condensando sobre la llanura hela¬da. El viento levanta la nieve, mezclándola y elevándola hacia el tenebroso cielo gris-rojizo.
La señal de alarma del indicador suena con insisten¬cia. La pequeña cantidad de energía emitida no es suficiente para mantener el control sobre el cohete. Zarubin observa el ocaso de la estrella de Barnard. Tras su espalda se encienden febrilmente lamparitas en el panel del piloto electrónico.
El disco purpúreo-rojizo desaparece rápidamente bajo el horizonte. Durante un segundo brillan infinitos rayos escarlata, al ser refractados los últimos rayos por el terreno helado. Luego cae la noche.
Zarubin se acerca al panel de los instrumentos y desconecta la señal del indicador. La aguja deja de moverse. Luego gira la rueda del re¬gulador de potencia. El invernadero se inunda con el ronroneo de los motores del sistema de enfriamiento. Gira el volante hasta el tope; pasa detrás del cuadro, quita el limitador y da otras dos vueltas completas al volante. El ronroneo se transforma en un estridente, vibrante, y estruendoso bramido.
El capitán se vuelve hacia la pared y se hunde en el banco. Le tiemblan las manos. Toma un pañuelo y se seca la fren¬te. Apoya la mejilla contra la pared fría.
Ahora aguarda a que las nuevas superpoderosas señales alcancen al cohete y retornen.
Y espera.
Espera, perdida toda noción del tiempo, mientras braman los microrreactores, llevados casi hasta un régimen de explosión; los motores del sistema de refrigeración gimen, silban. Se estremecen las frágiles paredes...
El capitán espera.
Finalmente, algo lo fuerza a levantarse y a acercarse al panel de los instrumentos. La aguja del indicador ha vuelto a normal. Ahora hay suficiente potencia para controlar el cohete. Zarubin sonríe débilmente, dice: –¡Vaya!–, y echa una mirada al indicador de consumo. La energía gastada supera en ciento cuarenta veces la cantidad prevista en el cálculo.
Aquella noche, el capitán no duerme. Compila un nuevo programa para el piloto electrónico. Hay que corregir la desvia¬ción provocada por la interrupción en el enlace.
El viento empuja olas de nieve sobre la llanura. Una tenue aurora boreal fulgura en el horizonte.
Los microrreactores chillan furiosamente, irradiando al espacio la energía que ha sido cuidadosamente calculada para durar ca¬torce años... Habiendo cargado el programa en el equipo electrónico, el capitán hace una fatigada recorrida de su alojamiento. Sobre el techo transparente brillan las estrellas. El capitán se apoya en el cuadro de instrumentos y mira al cielo. En algún punto lejano el «Polus» volvía a tomar velocidad y se dirigía con seguridad hacia la Tierra.
 
... Era muy tarde, pero, pese a todo, fui a ver al di¬rector. Recordaba que me había hablado de otros cua¬dros de Zarubin.
El director no dormía.
–Sabía que iba a venir –me dijo, poniéndose rápidamente las gafas–. Vamos, es en la próxima puerta.
En la habitación contigua, iluminada con lámparas fluorescentes, estaban colgados dos cuadros de tamaño medio. En un primer momento creí que el director se había equivocado. Me parecía que Zarubin nunca pintaría cuadros semejantes. No se asemejaban en nada a los que había visto durante el día, no eran estudios de colores ni temas fantásticos. Eran dos paisajes comunes. Uno representaba una calle y un árbol; el otro, el borde de un bosque.
–Sí, son de Zarubin –afirmó el director, como si hubiese adivinado mis pensamientos–. Se quedó allí, ya lo sabe. Sí, fue una solución dura, pero, de todos modos, una solución. Hablo como astronauta, como ex astronauta –el director se ajustó las gafas azules y guardó silencio–. Y luego Zarubin hizo..., ya sabe... En cuatro semanas suministró una energía calculada para catorce años. Corrigió las desviaciones, devolvió al «Polus» a su ruta exacta. Y cuando el cohete alcanzó la velocidad in¬ferior a la de la luz, y empezó la fase de deceleración, la tripulación recuperó el gobierno de la nave. Pero los microrreactores de Zarubin ya no producían energía. Todo había terminado... Fue entonces cuando Zarubin pintó estos cuadros... Amaba a la Tierra, la vida...
Un cuadro representaba una calle, una calle en cuesta en el centro de un pueblo. A un lado de la calle, una poderosa encina retorcida, pintada al estilo de Jules Dubre de la escuela de Barbizon: chaparra, nudosa, llena de vida y de fuerza. El viento empuja nubes despeinadas. En la cuneta lateral descansa una gran piedra, y parece como si un momento antes algún viandante se hubiese sentado en ella... Cada detalle está pintado con cariño, con amor, con una riqueza poco común de colo¬res y matices.
El otro cuadro no está terminado. Representa un bos¬que en primavera. Todo él está saturado de luz, de calor... Sorprendentes tonalidades doradas... Zarubin co¬nocía el alma de los colores.
–Yo traje estos cuadros a la Tierra –dijo el director, casi en un murmullo.
–¿Usted?
–Sí.
 Su voz era triste, como sí traicionase un sentimiento de culpa.
–El material que ha examinado no tiene conclusión. El resto se refiere a otras expediciones El «Polus» llegó a la Tierra y en el acto fue enviada una expedición de socorro. Se hizo todo lo que podía acortar el vuelo. La tripulación aceptó volar bajo 6 g. Llegaron al planeta pero no encontraron el invernadero. Tomaron riesgos tremendos y retornaron con las manos vacías. Luego, muchos años más tarde, fui enviado yo. Durante el viaje tuvimos una avería. Allí... –el di¬rector levantó una mano hasta sus lentes–. Pero llega¬mos. Y encontramos el invernadero y los cuadros... También encontramos una nota del capitán...
–¿Qué decía?
–Sólo unas palabras: “adelante, a través de lo imposible”.
Miramos los cuadros en silencio. De pronto, me di cuenta de que Zarubin los pintó de memoria. Había hielo a todo su alrededor, iluminado por el diabólico resplandor rojizo de la estrella de Barnard. Y en su paleta él mezclaba colores cálidos y soleados... En el punto 12 él pudo haber escrito, con toda verdad: Yo estoy interesado en amar apasionadamente la Tierra, su vida, su gente.
Los desiertos corredores del Archivo están calmos y en silencio. Las ventanas están abiertas, la brisa marina agita las pesadas cortinas. Las rompientes se lanzan en obstinada cadencia. Parecen susurrar: hacia adelante a través de lo imposible. Una pausa, otra ola y un susurro: Hacia adelante [Forward]... Y otra pausa...
Yo deseo replicar a las olas: Sí, hacia adelante, sólo hacia adelante, siempre hacia adelante.
 
La música de las estrellas
Valentina Zuravleva
Título en inglés: Ballad of the Stars, © 1982. Traducción del ruso al inglés de Roger DeGaris.
 
Había una calma insólita en aquella víspera de Año Nuevo. Las nubes que se habían cernido sobre la ciudad el día antes, se abrían ahora lentamente como las cortinas de un teatro y descubrían un cielo estrellado.
Los abetos se alzaban rectos e inmóviles, plateados por la nieve, como una guardia de honor que esperaba el nuevo año a lo largo de las murallas del Kremlin. De cuando en cuando una débil ráfaga arrancaba a las ramas unos copos de nieve que caían sobre los transeúntes.
Pero las gentes no prestaban atención al encanto de la noche. Tenían demasiada prisa. El Año Nuevo llegaría dentro de media hora. El río de hombres y mujeres, ruidoso y excitado, cargado con cajas y paquetes, se movía más y más rápidamente.
Sólo un hombre parecía no tener prisa. Llevaba las manos hundidas en los bolsillos del abrigo, y miraba con ojos atentos y brillantes por debajo del ala del sombrero. Muchos de los que iban en la marea humana reconocían en seguida aquella cara delgada y la barba corta y gris. El hombre, por este motivo, se había internado en una callejuela lateral. Allí no necesitaba responder a los innumerables saludos ni explicar a los conocidos por qué prefería deambular por las calles en la noche de Año Nuevo. El poeta Constantin Alexevitch Rusanov no sabía en verdad qué poder desconocido lo impulsaba a buscar la soledad en aquella noche. No tenía ningún deseo de pensar en la poesía.
Quizá esto era triste, pues el nuevo año era el sexagésimo en la vida de Rusanov.
Rusanov caminaba escuchando el crujido de la nieve bajo sus pasos. De pronto, junto a un farol de la calle, descubrió que un castillo de nieve le cerraba el camino. Unos diamantes de nieve centelleaban en las torres, a la luz eléctrica.
Inconcluso, pensó Rusanov advirtiendo un trineo de niño y una pala junto al castillo, y sintiendo el deseo absurdo de terminar de construir los muros. Esto sería realmente una sorpresa de Año Nuevo para los niños, a la mañana siguiente.
Rusanov se inclinó para tomar la pala y en ese momento alguien lo golpeó desde atrás. Cayó de bruces en la nieve y oyó un ruido de vidrios rotos, y un grito:
–¡Oh, cuánto lo siento!
Había tanta turbación en la voz que Rusanov no pudo enojarse. Un par de manos lo ayudó a ponerse de pie. Se volvió y vio a una muchacha menuda vestida con una chaqueta de paseo.
–Lo siento tanto –dijo otra vez la muchacha, evidentemente confundida.
Caminó cuidadosamente alrededor de Rusanov y recogió un paquetito que estaba caído junto al farol de la calle.
–Roto..., me parece –dijo, con tristeza.
Rusanov se sintió culpable.
–¿Qué pasó?
–Yo llevaba la placa –explicó la joven–, un negativo..., y lo golpeé contra el farol.
Abrió el paquete. Un negativo bastante raro, pensó Rusanov, pues en la placa se veía un fondo negro y una cinta luminosa manchada con finas líneas negras.
–¿Qué es eso? –preguntó.
–Un espectro. El espectro de la estrella Procyon. ¿Entiende usted?
Rusanov miró a la muchacha con cierto interés.
Alrededor de dieciséis años, pensó, y se corrigió inmediatamente: no, mayor, quizá veinticinco o veintiséis.
–Un momento –dijo–, ¿a dónde iba corriendo en medio de la noche con esa foto?
–A la oficina de telégrafos –dijo la muchacha–. Es un gran descubrimiento.
Rusanov se rió entre dientes. Le gustaban los encuentros inesperados e insólitos. Se sintió de pronto de mejor humor.
–¿Un descubrimiento?
–Sí, Constantin Alexevitch. Lo reconocí a usted en seguida.
Rusanov se rió otra vez.
La muchacha lo miró pensativamente. ¿Se lo diría?
–Escuche –empezó–. Descubrí en el espectro de Procyon... ¿Pero sabe usted algo de espectros? Aguarde un instante. Se lo explicaré.
Rusanov no entendió en seguida aquella narración entrecortada. La muchacha hablaba muy rápidamente y preguntaba de cuando en cuando:
–¿Está seguro que entiende?
Como la historia no seguía tampoco un orden cronológico, Rusanov tenía que llenar los claros con conjeturas.
Parecía que la muchacha se había entusiasmado con la astronomía mientras estaba aún en el colegio. Luego de graduarse en el Departamento de Física de la Universidad de Moscú había ido a trabajar en el observatorio de las montañas Altai, en Siberia.
La primera desilusión: en vez de hacer descubrimientos capaces de sacudir al mundo se había dedicado a la tarea exasperante y tediosa de clasificar fotografías de espectros estelares.
Al cabo de cuatro meses creyó haber hecho un descubrimiento. Un error, le había explicado secamente el director del observatorio.
Tres meses más y otro estallido de alegría. Un nuevo error, y otra desilusión.
Pasaron los meses. Trabajo, trabajo, y más trabajo. Nada que pudiera llamarse romántico. Innumerables fotografías de spectra estelares. Cálculos. Clasificaciones. Y ni un solo descubrimiento.
Parecía que se iba a pasar toda la vida en esta monotonía. Y de pronto...
–Al principio ni siquiera yo podía creerlo –continuó diciendo la muchacha–. No es verdad muy agradable repetirse incesantemente, como si se le hablara a un niño: «Tienes que trabajar, olvida esos sueños...» Sí, pero esta vez era tan evidente. Yo tenía ante mí trescientos cincuenta espectros de Procyon. Los otros astrónomos habían visto los espectros por separado, pero yo los tenía ahí, todos juntos. Y me pareció entonces que esas líneas formaban un cuadro. Son cosas que ocurren, ¿no es cierto? De los trescientos cincuenta espectrogramas elegí noventa, de acuerdo con el orden en que habían sido fotografiados. Todos tenían algo común: las líneas de los metales no ionizados, el espectro de Procyon ya conocido. Pero en todos, además, había una línea nueva, otro elemento. El primer espectrograma tenía la línea del hidrógeno, el segundo la del helio, el tercero la del litio... Seguían así el orden natural hasta el torio, el elemento nonagésimo en la tabla periódica de los elementos de Mendeleiev. ¿Entiende usted? Parecía que alguien hubiese puesto los elementos en una secuencia precisa, de acuerdo con la tabla periódica. Nada en la naturaleza puede explicar este hecho, excepto que esas líneas sean señales enviadas por seres inteligentes.
–¿Usted cree realmente eso? –preguntó Rusanov, muy serio.
–¡Claro que sí! –exclamó la muchacha–. Tome usted, por ejemplo, los sonidos separados que pueden oírse en la naturaleza. Bueno, imagínese que los oye de pronto ordenados en escalas musicales. Eso no sería posible sin la intervención de un ser inteligente... No quise hablarle a nadie de este descubrimiento, temiendo que fuese otro error. Poco más tarde comenzaron mis vacaciones. Dejé el observatorio como en un sueño. Hice el viaje reprochándome constantemente no haber hablado. Ya en Moscú, mis pensamientos seguían aún en el observatorio.
Las dos figuras estaban todavía de pie en la callejuela tranquila, a la luz del farol. Rusanov miraba fijamente el castillo de nieve, en silencio.
–Usted..., usted no me cree, ¿no es cierto? –preguntó la muchacha.
Rusanov, en verdad, creía tan poco a la muchacha como a alguien que le hubiese dicho que acababa de descubrirse el séptimo continente en el mar Caspio.
–¿Cómo se llama usted, muchacha de ciencia, que derriba a la gente y saca fotos de los astros? –dijo, evitando la palabra definitiva.
–Alla –respondió la joven–. Alla Vladimirovna Yungovskaya, astrónoma.
Alla Vladimirovna Yungovskaya, repitió Rusanov mentalmente, y pensó: No, no parece tener más de dieciséis años.
Sintió de pronto que debía decirle algo amable.
–Bueno, echemos una ojeada a ese..., ese espectrograma –ofreció al fin.
–Por favor –dijo la muchacha feliz–, vayamos a mi casa. Se los mostraré allí.
Hasta entonces Rusanov había entendido una sola cosa: en esta muchacha que acababa de conocer había trazos de madurez y trazos de juventud. La vida le había enseñado a Rusanov, por otra parte, a sacar conclusiones acerca de la gente. No olvidaba nunca unas palabras que le había dicho en España un comisario de las Brigadas Internacionales, ex profesor de matemática: «No juzgues a los hombres sino después de un segundo encuentro».
Puede ocurrir cualquier cosa, se dijo, sonriéndose. De la boca de los niños... Pero la astrónoma Alla Vladimirovna Yungovskaya no tenía aspecto de niño.
La muchacha, aparentemente, sentía la necesidad de decir algo.
–Escúcheme –dijo–, este descubrimiento no es tan complicado ni incomprensible como puede parecer al principio. Supongamos que Procyon tiene un sistema planetario propio. Supongamos también que haya seres racionales en esos planetas y que hayan decidido enviar una señal al espacio. Las ondas de radio no sirven. Se dispersan con demasiada facilidad. Tampoco los rayos gamma o los rayos Roentgen, que son absorbidos muy rápidamente. Lo más práctico sería, por lo tanto, las ondas electromagnéticas de longitud interespaciada, o, en otras palabras, ondas de luz, luz.
»Hay algo más todavía. Las señales tienen que ser comprensibles para todas las criaturas racionales. ¿Letras de un alfabeto? Los alfabetos pueden ser muy distintos. ¿Cifras? Hay muchos sistemas de cálculo. Podemos decir que en general no hay en los distintos mundos objetos realmente similares, excepto la tabla de los elementos químicos. Esta tabla es válida en todos los mundos. En todos los planetas el elemento químico más liviano es el hidrógeno, y le siguen el helio, el litio, y así sucesivamente. La tabla de Mendeleiev puede transmitirse fácilmente mediante rayos luminosos. Cada uno de los elementos químicos tiene su propio espectro, su propio pasaporte. Comprende usted, pues, que mi descubrimiento, no puede llamarse casual, y merecería casi el título de ley...
Rusanov alzó una mano, como invitando a la muchacha a que escuchase, y Yungovskaya calló.
Se detuvieron en la calle. Las campanas de las torres del Kremlin resonaron claramente en el aire helado.
–¡Feliz Año Nuevo! –dijo Rusanov y Alla respondió con una sonrisa silenciosa.
Se quedaron allí un rato escuchando los sonidos de las campanas que morían a lo lejos.
Luego echaron a caminar otra vez, más rápidamente.
–Respóndame, respetable guardiana de las estrellas –comenzó a decir Rusanov–. Quizá esto sea parte de algún proceso que se desarrolla en la estrella misma.
–¡No, no! La temperatura de Procyon es sólo de ocho mil grados centígrados, y de acuerdo con las líneas de estos espectros la fuente de las radiaciones debe de tener una temperatura de más de un millón de grados. Una fuente artificial sin duda, producida en uno de los planetas del sistema de Procyon. La energía es tan tremenda que es difícil imaginársela..., y sin embargo... Aquí, por favor, hemos llegado a mi casa.
La muchacha llevó a Rusanov a un cuarto donde un piano y una biblioteca ocupaban casi la mitad del espacio. Un mapa astronómico colgaba de una pared, y sobre la mesa había una lámpara de pantalla verde.
Alla le indicó a Rusanov que se sentara y le trajo un álbum. Era un álbum común, de los que se emplean para conservar las fotografías de la familia. Rusanov nunca había examinado espectrogramas en su vida, pero ahora sintió –sintió sin entender– que la muchacha había hecho realmente un descubrimiento.
–¿Me..., me cree usted? –preguntó la muchacha en voz baja.
Rusanov respondió sin sonreír...
–Sí, le creo.
–Todo parece tan increíble –dijo la muchacha–. A veces yo misma creo que estoy soñando..., que me despertaré y que todo se desvanecerá –hizo una pausa; de algún lado llegaban los sonidos apagados de una música–. Además separé otros veinte espectrogramas de Procyon. Mire esto. Procyon es una estrella similar a nuestro sol. Quinta clase espectral. Las líneas de los metales neutros como el calcio, el hierro y otros aparecen claramente. En estos otros espectros sin embargo hay unas líneas realmente extraordinarias. Y algo aun más maravilloso: sumas de elementos. Esto me llevó a creer que los otros noventa espectrogramas son una clase de alfabeto, y que estos veintidós en cambio son un mensaje..., una carta...
–Y usted ha descifrado esa carta –interrumpió Rusanov.
Alla meneó la cabeza.
–No, no he podido. Desde un punto de vista lógico yo hubiera tenido que descifrarla fácilmente. No lo sé..., probé y no ocurrió nada. Sin embargo, estos dos espectrogramas... Yo misma no estoy segura, entiéndame... No se ría. Quizá yo me haya sugestionado, ¿Quién sabe? Pero estos dos espectrogramas me llamaron en seguida la

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