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HABLANDO SOCIOLÓGICAMENTE.

11 Nov 13 - 17:48

Zygmunt Barman. 
Pensando Sociológicamente.
  Ediciones Nueva Visión.
 Buenos Aires. 
Capítulo Tres.
 Los Extranjeros.  Hemos visto en los últimos capítulos que los términos  
“nosotros” y “ellos” sólo tienen sentido juntos: dentro de su oposición mutua.
Somos “nosotros”   sólo en la medida en que hay otras personas que son “ellos”.
Y esas personas forman un grupo, un   todo, sólo porque todas y cada una de
ellas comparten una característica: no son “uno de   nosotros”. Ambos conceptos
extraen su significado de la línea divisoria a que responden. Sin esa  
división, sin la posibilidad de oponernos a “ellos”, difícilmente podríamos
nosotros explicar   nuestra identidad.Por otra parte, los “extranjeros” se
resisten a aceptar esa división; podríamos   decir que lo que no aceptan es la
oposición misma: no aceptan divisiones de ningún tipo, límites   que los alejen
y, por lo tanto, tampoco la claridad del mundo social que resulta de todo ello.
Allí   reside su importancia, su significado y el papel que desempeñan en la
vida social. Por su mera   presencia, que no encaja fácilmente dentro de alguna
de las categorías establecidas, los extranjeros   niegan la validez de las
oposiciones aceptadas. Desmienten el carácter “natural” de las   oposiciones,
denuncian su arbitrariedad, exponen su fragilidad. Los extranjeros muestran lo
que   son las divisiones: líneas imaginarias que pueden ser cruzadas o
modificadas.Para evitar   confusiones, señalemos desde el principio que el
extranjero no es simplemente un desconocido:   alguien a quien no conocemos
bien, no conocemos en absoluto o de quien ni siquiera hemos oído   hablar. Se
trata, en todo caso, de lo contrario: la característica más notable de los
extranjeros es   que son, en gran medida, conocidos. Para decir de alguien que
es un extranjero, primero debo   saber algunas cosas acerca de él o ella. En
primer lugar, ellos entran, de vez en cuando, en mi   campo de visión, entran
sin que nadie los invite, y me obligan a observarlos de cerca. Lo quiera yo   o
no, ellos se instalan firmemente en el mundo que ocupo y donde actúo, y no dan
muestras de   pensar en irse. Si no fuera por eso, no serían extranjeros;
simplemente, no serían “nadie”. Se   confundirían con las muchísimas figuras
intercambiables y sin rostro que se mueven en el trasfondo   de mi vida
cotidiana -casi siempre sin molestar, sin llamar la atención, atentos sólo a
ellos mismos-  , figuras que miro pero no veo. Escucho, pero no oigo lo que
dicen. Los extranjeros, por el   contrario, son gente a quien veo y oigo. Y
precisamente porque noto su presencia, porque no   puedo ignorar esta presencia
ni tornarla insignificante apelando al simple recurso de no prestarles  
atención, me resulta difícil entenderlos. No están, por decirlo de algún modo,
ni cerca ni lejos. No   son parte de “nosotros”, pero tampoco de “ellos”. No son
ni amigos ni enemigos. Por esta razón,   causan confusión y ansiedad. No sé
exactamente qué esperar de ellos ni cómo tratarlos.Trazar   límites lo más
exactos y precisos posible, de modo que se los advierta fácilmente y, una vez  
notados, se los entienda sin ambigüedades, parece ser una cuestión de suprema
importancia para   los seres humanos que viven y han aprendido a vivir en un
mundo construido por el hombre.   Todas las destrezas adquiridas para la vida en
sociedad serían inútiles, a menudo perjudiciales, y a   veces hasta directamente
suicidas, si no fuera por el hecho de que los límites bien establecidos nos  
envían una inequívoca señal respecto de lo que debemos esperar y de las pautas
de conducta que   debemos emplear para lograr nuestros propósitos. Y sin embargo
esos límites son siempre   convencionales. Las personas que están del otro lado
de la línea no se diferencian tanto una de   otra como para ahorrarnos cualquier
error de clasificación. Por lo tanto, tenemos que esforzarnos   constantemente
por mantener ciertas divisiones del tipo “sí/no” en una realidad que no acepta  
contornos tan definidos e inequívocos. Por ejemplo, trazar el importantísimo
límite entre el campo   donde rigen reglas semejantes a las de la comunidad, y
el campo donde se apela a la pragmática   bélica es siempre un intento de
imponer una claridad artificial (y por ende, precaria) en una   situación mucho
menos definida. Rara vez las personas son “exacta y totalmente opuestas”. Si  
difieren en un aspecto, se asemejan en otro. Las diferencias que las separan no
son tan obvias y   tajantes como se deduciría del hecho de que se las incluya en
categorías opuestas. Se puede   demostrar que la mayoría de los rasgos
distintivos varían de un modo gradual, suave,   imperceptible. (Recordemos la
imagen de Schutz de una línea continua, sin divisiones naturales, de   modo que
la distancia entre dos personas marcadas juntas en esa línea sea infinitamente
pequeña;   evidentemente, cada límite -o punto de interrupción- que pretenda
incluir a todas las personas   ubicadas a la izquierda en una categoría opuesta
a la de las personas situadas a la derecha, será un   límite aleatorio, difícil
de defender). Debido a la superposición entre los diversos atributos   humanos,
y a lo gradual de las variaciones, cada línea divisoria dejará inevitablemente a
ambos   lados del límite una suerte de zona gris, donde las personas no serían
inmediatamente reconocidas   como pertenecientes a uno u otro de los dos grupos
opuestos que la línea divisoria supone. Esta   ambigüedad, no deseada pero
inevitable, es sentida como una amenaza, porque confunde la   situación y hace
muy difícil seleccionar con certeza una actitud adecuada para un contexto de  
grupo de pertenencia o de grupo foráneo, para adoptar una actitud de amistosa
cooperación o de   hostil y vigilante reserva. Con los enemigos, se lucha; a los
amigos se los quiere y se los ayuda.   ¿Pero qué pasa si una persona no es
ninguna de las dos cosas? ¿O si puede ser las dos?La   antropóloga social
angloamericana Mary Douglas, señaló que una de las preocupaciones  
fundamentales de los seres humanos es la interminable tarea de “imponer” el
orden creado por el   hombre. La mayoría de las diferencias que son vitales para
la vida humana no existen   naturalmente, por sí mismas, sino que deben ser
impuestas y cuidadosamente defendidas. Se dice   que en la Edad Media circulaba
clandestinamente un dibujo: representaba cuatro calaveras y tenía   la siguiente
inscripción: “Adivinad cuál perteneció al Papa, cuál al Príncipe, cuál a un
campesino y   cuál a un mendigo”. Desde luego, las calaveras eran idénticas, y
su absoluta similitud indicaba que   todas las diferencias notables e
infranqueables -digamos, entre príncipes y mendigos- se vinculaban   con lo que
la persona llevaba en la cabeza y no con el tamaño o la forma de la cabeza
misma. No   es de extrañar que el dibujo fuera underground. Para lograr ese
propósito, para mantener las   diferencias, es preciso suprimir o eliminar toda
la ambigüedad que desdibuja los límites y, por   ende, perjudica el diseño,
perturba el orden establecido, siembra confusión donde debería reinar la  
claridad. Es mi imagen del orden que quiero alcanzar, mi idea de la elegancia y
la belleza, lo que   me lleva a rechazar esos obstinadamente ambivalentes
fragmentos de la realidad que no encajan en   las divisiones. La molestia que
trato de eliminar es simplemente algo “fuera de lugar”, algo que no   tiene un
lugar propio en la imagen que yo tengo del mundo. Nada hay de malo en la cosa en
sí:   encontrarla donde no debería estar es lo que la hace repulsiva e
indeseable.He aquí unos pocos   ejemplos. Lo que convierte a algunas plantas en
“maleza” -que despiadadamente arrancamos o   envenenamos- es su terrorífica
tendencia a desdibujar el límite entre nuestro jardín y el campo.   Muchas veces
esas “malezas” son bonitas, perfumadas, agradables; las elogiaríamos, sin duda,  
como encantadores ejemplares de la vida silvestre si las encontráramos mientras
paseamos por un   prado. Su “culpa” consiste en haberse instalado, sin ser
invitadas, en un lugar que debe estar   netamente recortado en trozos de césped,
canteros de rosas bordeados por otras flores y pequeñas   parcelas de huerta.
Las malezas arruinan la armonía que habíamos imaginado, estropean nuestro  
diseño. Nos encanta ver un plato de buena comida en nuestra mesa, pero
abominaríamos de la   visión de ese mismo plato si estuviera colocado sobre las
sábanas o la almohada de nuestra cama;   y ello por la simple razón de que su
presencia fuera de lugar arruina el diseño de nuestro hogar,   donde dos
espacios físicamente idénticos son mantenidos estrictamente separados y están  
dedicados a funciones que también mantenemos separadas: esos dos espacios son el
comedor y el   dormitorio. Aun los zapatos más elegantes y refinados, que nos
enorgullecería lucir en los pies,   parecerían “basura” si los pusiéramos sobre
el escritorio. Lo mismo sucede con los mechones del   cabello que nos acaban de
cortar o los trozos de las uñas que acabamos de arreglarnos, aunque   cabello y
uñas son normalmente objeto de dedicación y motivo de orgullo, siempre que se  
encuentren en nuestro cuerpo. Algunas compañías de productos químicos
descubrieron que era   conveniente poner dos etiquetas claramente diferentes en
envases que contenían el mismo   detergente: las investigaciones de mercado
demostraron que la mayoría de las personas que se   enorgullecen de ser pulcras
en el hogar no soñarían siquiera en suprimir la diferencia que hay entre   el
baño y la cocina usando el mismo producto de limpieza en los dos lugares. En
estos casos y en   otros similares, la intensa y obsesiva atención que todos
dedicamos a combatir la “suciedad”,   poniendo las cosas en el lugar adecuado
(el que les corresponde), responde a la necesidad de   mantener firmes, intactos
y claros los límites entre las divisiones que hacen a nuestro mundo   ordenado,
habitable y transitable.La línea divisoria entre nuestro grupo de pertenencia y
los grupos   foráneos, entre “nosotros” y “ellos”, pertenece a las divisiones
más ardientemente defendidas y   que más atención requieren. Se puede decir que
el grupo foráneo es útil, y hasta indispensable,   para el grupo de pertenencia,
porque pone de relieve la identidad de este último y fortalece su   coherencia y
la solidaridad entre sus miembros. Pero no se puede decir lo mismo de esa
informe   zona gris que se extiende entre los dos grupos. Difícilmente esa zona
podría desempeñar un papel   útil; se la ve como algo perjudicial,
incalificable. De allí entonces el conocido proverbio, en el que   creen todos
los políticos que buscan el apoyo popular a través de la movilización de los  
sentimientos de patriotismo y de solidaridad partidaria: “Los que no están con
nosotros, están   contra nosotros”. Dentro de una división tan categórica no hay
lugar para una posición intermedia,   indecisa o natural. Ahora bien, esas
posiciones llevan implícita la idea de que la división entre lo   correcto y lo
erróneo no es tan absoluta como parece. Muchos partidos políticos, iglesias y  
organizaciones nacionalistas dedican más tiempo y energía a combatir a sus
propios disidentes que   a sus enemigos declarados. En general, se odia mucho
más intensamente a los traidores y a los   renegados que a los enemigos francos
y declarados. Para un militante nacionalista o de un partido   político, no hay
enemigo más detestable y odioso que “uno de nosotros” que se pasó al otro bando  
o que no condena el hecho con la suficiente crudeza, una actitud conciliadora es
criticada con más   virulencia que una enemistad franca. En todas las religiones
los herejes son más abominables que   los infieles, y se los persigue con más
saña. “Desertar”, “desestabilizar”, “navegar entre dos   aguas”, son los peores
delitos de los que los líderes pueden acusar a sus seguidores. Se les hacen  
estos cargos a las personas que piensan (o peor, dicen; o lo que es peor aun,
demuestran con sus   actos) que la línea divisoria entre su nación, partido,
iglesia o movimiento y sus enemigos   declarados no es absoluta, y que la idea
de llegar a una comprensión mutua o hasta a un acuerdo   no es inconcebible; o
que el honor de su grupo no es inmaculado, y el grupo mismo no está más   allá
de todo reproche ni tiene razón siempre.No obstante, el límite del grupo se ve
amenazado por   ambos lados. Puede ser erosionado desde adentro por los
ambivalentes que han sido calificados de   desertores, detractores de los
valores, enemigos de la unidad, oportunistas. Pero también pueden   ser atacados
y finalmente heridos desde afuera: por gente que “no es como nosotros” pero
exige   ser tratada como si lo fuera; individuos que se han salido del lugar
donde podían ser   inequívocamente identificados como extraños, como “no
nosotros”, y frecuentan ahora lugares   donde pueden ser tomados por lo que no
son. Al hacer este “pasaje” han demostrado que el límite   en el que se confiaba
porque se lo creía seguro e impermeable está muy lejos de ser estanco. Este  
solo pecado bastaría para que los rechazáramos y deseáramos que regresaran al
sitio de donde   vinieron: con sólo verlos nos sentimos inseguros; hay en ellos
algo vagamente peligroso. Al   abandonar su antiguo lugar y pasarse al nuestro,
han llevado a cabo una hazaña que nos hace   sospechar que poseen cierto
misterioso y terrible poder que no podemos enfrentar, una astucia que   no
podemos igualar; y que abrigan malas intenciones hacia nosotros y, por lo tanto,
probablemente   usarán su terrorífica superioridad para perjudicarnos. En su
presencia no nos sentimos tranquilos y   seguros; vagamente esperamos que los
recién llegados perpetren acciones peligrosas y   desagradables. “Neófito”
(alguien que se ha convertido a nuestra fe), “nuevo rico” (alguien que   ayer
nomás era pobre pero que amasó una fortuna y hoy se codea con los ricos y los
poderosos) y   “trepador” (una persona de baja extracción social promovida a una
posición de poder), todos estos   términos contienen un fuerte matiz de
reprobación, aversión y desprecio. Todos denotan gente que   ayer estaba “allá”
y hoy está aquí. Gente que, debido a su movilidad, a su astuto talento para
estar   al mismo tiempo aquí y allá, no es de confianza: después de todo, estas
personas han roto algo que   debería haber sido estanco, aislado, y este pecado
original no puede ser olvidado ni perdonado,   porque es eterno.Estas personas
también suscitan ansiedad por otras razones. Son, por cierto,   recién llegados,
nuevos en nuestra forma de vida, no conocen nuestros procedimientos ni nuestros  
recursos. Por eso, lo que para nosotros es normal y natural -porque lo hemos
“mamado”- a ellos   les parece extravagante y hasta un poco ridículo. Ellos no
dan por sentada la sensatez de nuestra   conducta. Por lo tanto, formulan
preguntas que no sabemos cómo responder, porque en el pasado   no tuvimos
ocasión ni vimos razón alguna para preguntarles: “¿Por qué actúas así? ¿Te
parece que   eso está bien? ¿Has tratado de comportarte de otro modo?” Ahora, la
forma en que hemos vivido,   la clase de vida que nos da seguridad y nos hace
sentir cómodos, ha sido puesta en tela de juicio:   se ha convertido en una
cuestión que se puede discutir, explicar, justificar. Nada es autoevidente y,  
por lo tanto, ya nada es seguro. La pérdida de la seguridad no es algo que se
pueda perdonar a la   ligera. Y en general, no tenemos demasiada inclinación a
perdonar. Por eso las preguntas nos   parecen ofensas; la discusión, subversión;
la comparación, arrogancia y desdén. Quisiéramos haber   cerrado filas, “en
defensa de nuestra vida”, contra el ingreso de extranjeros a quienes  
responsabilizamos por esta súbita crisis de confianza. Nuestra inquietud se
convierte en ira contra   los perturbadores.Aun cuando los recién llegados
permanezcan mudos, mantengan la boca cerrada   y se abstengan respetuosamente de
hacer preguntas molestas, su manera de actuar en la vida   cotidiana formula las
preguntas por ellos; y el efecto es igualmente inquietante. Las personas que  
han venido aquí desde allá y están decididas a quedarse, deberán desear aprender
nuestra forma de   vida, imitarla, llegar a ser “como nosotros”. Si no todos,
por lo menos la mayoría de esos   individuos tratarán de tener casas como las
nuestras, vestirse como nosotros nos vestimos, copiar   nuestra modalidad de
trabajo y de recreación. No sólo deben hablar nuestra lengua, sino que deben  
también hacer un gran esfuerzo para emular nuestra manera de hablar y de
dirigirnos a los demás.   Pese a lo mucho que se esfuerzan (y quizá precisamente
por eso) no puedan dejar de cometer   errores, sobre todo al principio. Sus
intentos no son convincentes. Su comportamiento es torpe,   desagradable,
ridículo, se parece más bien a una caricatura del nuestro, y por eso nos obliga
a   preguntarnos cómo es “lo verdadero”. Su desempeño sabe a parodia.
Desacreditamos sus torpes   imitaciones ridiculizándolas, riéndonos de ellas,
inventando y contando chistes que son una   “caricatura de la caricatura”. Pero
en nuestra risa hay una nota de amargura, nuestra burla   enmascara cierta
ansiedad. Hagamos lo que hagamos para disminuir el daño, el mal ya está hecho.  
Nuestras costumbres, nuestros hábitos inconscientes nos han sido mostrados en un
espejo   deformante. Hemos sido obligados a mirarlos burlonamente, debimos
permanecer a distancia de   nuestras propias vidas. Por lo tanto, aun sin
preguntas explícitas, nuestra seguridad ha sido   socavada.Como es evidente, hay
muchísimas razones para mirar a los extranjeros con   desconfianza, para
considerarlos una amenaza en potencia. Serían relativamente inocuos si se los  
rotulara claramente como “no pertenecientes a nosotros”, si siguieran siendo
extraños que   aceptaran que nuestra forma de vida es nuestra y la suya es suya
y que ambas no deben mezclarse   ni confundirse; si, en otras palabras,
pudiéramos ignorarlos aunque de vez en cuando entraran en   nuestro campo
visual. Pero las posibilidades de tener dificultades aumentan enormemente una
vez   que la distinción ya no es tan clara como antes y muestra, además, una
perturbadora tendencia a   seguir perdiendo claridad. Entonces, lo que al
principio fue motivo de burla y dio origen a bromas   puede suscitar ahora
hostilidad; y agresión.La primera respuesta consistiría en restaurar la perdida  
claridad de la división mandando a los extranjeros de vuelta al sitio “de donde
vinieron” (es decir,   si es que existe una morada natural, de la que surgieron
originariamente; esto se aplica sobre todo   a los inmigrantes étnicamente
diferentes, que llegaron con la esperanza de establecerse en un   nuevo país). A
veces se intenta obligarlos a emigrar, o se les hace la vida imposible, hasta el
punto   de que ellos mismos llegan a desear el exilio como un mal menor. Si ese
movimiento no se   concreta, o si el éxodo masivo no es viable por una u otra
razón, puede producirse un genocidio;   la cruel destrucción física se encarga
de realizar la tarea que el intento de remoción no pudo llevar   a cabo. El
genocidio es el método extremo y el más aberrante concebible para “restablecer
el   orden”, y sin embargo la historia reciente ha demostrado de manera
horripilante que el peligro de   genocidio no es una fantasía, que no se puede
excluir la posibilidad de un estallido de acción   genocida, a pesar de la
condena universal y el rechazo generalizado.Pero lo más frecuente es que   se
elijan soluciones menos radicales y odiosas. Una de las más usadas es la
separación. La   separación puede ser territorial, espiritual, o ambas. La
variante territorial encontró su expresión   más cabal en los ghettos o reservas
étnicas: partes de las ciudades o regiones de un país reservados   para
residencia de personas con las que la población nativa se niega a mezclarse,
porque las   considera extrañas y desea que esa condición dure para siempre. A
veces el terreno elegido era   rodeado por murallas y por muros aún más espesos
de prohibiciones con fuerza de ley (en Africa   del Sur, el salvoconducto
necesario para salir de los barrios negros y la prohibición de comprar   tierras
en las zonas reservadas para los blancos constituyen un ejemplo reciente pero de
ningún   modo sin precedentes), y a los extraños se les prohibía abandonar el
sitio donde les estaba   permitido habitar. A veces entrar y salir del espacio
reservado no es legalmente punible; más aún,   teóricamente es libre, pero en la
práctica los residentes no pueden o no quieren escapar al   confinamiento, o
bien porque las condiciones “afuera” se han tornado intolerables para ellos (se  
los ridiculiza y ofende o se los ataca físicamente) o porque el miserable nivel
de vida de sus   barrios, generalmente misérrimos, es lo único que pueden
permitirse. Cuando en el aspecto físico y   la conducta de las personas
definidas como extraños había poco que las diferenciara de los nativos,   era
habitual que se prescribiera el uso de ropas especiales y otras señales
estigmatizantes, a fin de   hacer visible la diferencia y reducir el peligro de
interacciones accidentales. Gracias a los signos de   advertencia que se les
ordenaba usar, los extranjeros llevaban, por así decir, su territorio con ellos,  
aun cuando se les permitiera transitar. Y había que permitirles transitar,
porque muchas veces   prestaban servicios quizá menores, quizá despreciados,
pero vitales e imprescindibles para los   nativos (como cuando en la Europa
medieval los judíos proporcionaban la mayor parte de los   préstamos en efectivo
y de los créditos bancarios).En los casos en que la separación territorial es  
incompleta o se torna impracticable, la separación espiritual adquiere mayor
importancia. La   interacción con los extranjeros se reduce estrictamente a las
transacciones comerciales. Se evitan   los contactos sociales. Se realizan
grandes esfuerzos para evitar que la inevitable proximidad física   se convierta
en proximidad espiritual. Los más obvios de esos esfuerzos preventivos son el  
rechazo o la hostilidad abierta. Frecuentemente una barrera hecha de prejuicios
y rechazo ha sido   más eficaz que el más grueso de los muros de piedra. Por
otra parte, se insta constantemente a   evitar el contacto aduciendo riesgo de
contaminación, en sentido metafórico o literal: se cree que   los extranjeros
son portadores de enfermedades contagiosas, que están infectados por insectos,  
que no respetan las normas de la higiene y, por lo tanto, constituyen una
amenaza para la salud; o   que divulgan costumbres e ideas mórbidas, practican
la magia negra o profesan cultos sombríos y   sangrientos, difunden la
depravación moral y el relajamiento de las creencias. El rechazo salpica   todo
lo que está vinculado con los extranjeros: su manera de hablar y de vestir, sus
rituales   religiosos, la forma en que organizan su vida familiar, y hasta el
olor de las comidas que   preparan.Todas las prácticas de separación que hasta
aquí hemos expuesto dan por sentada una   situación simple: aquí estamos
“nosotros”, que tenemos que defendernos de “ellos”, que han   venido a vivir
entre “nosotros” y no quieren irse a pesar de que no son bienvenidos. No se
discute,   por ejemplo, quién pertenece a qué grupo, como si hubiera sólo una
pauta para “nosotros” y otra   para “ellos”; es precisamente ese conjunto de
pautas ajenas, ya formadas y evidentemente   diferentes, lo que hay que mantener
a raya. No obstante, es fácil darse cuenta de que este tipo de   situación
simple y la clara tarea que tiende a generar es casi imposible de encontrar en
nuestra   sociedad. La sociedad en que vivimos es urbana: las personas viven muy
juntas porque la densidad   demográfica es alta y se viaja mucho; en el
transcurso de sus ocupaciones cotidianas cualquier   persona ingresa en zonas
diversas, habitadas por gente diversa, se desplaza de una ciudad a otra o   de
un barrio a otro, dentro de la misma ciudad. En un solo día nos cruzamos con
demasiadas   personas como para conocerlas a todas. En la mayoría de los casos,
no podemos estar seguros de   que la gente que conocemos comparte nuestras
pautas. Recibimos constantemente el impacto de   nuevas visiones y nuevos
sonidos, y no los entendemos a todos; y lo que es pero aun, casi nunca   tenemos
tiempo para detenernos, reflexionar y hacer un honesto intento de entender. El
mundo en   que vivimos parece estar poblado principalmente por extranjeros: se
diría que es el mundo de lo   extranjero. Vivimos rodeados de extranjeros, entre
los cuales nosotros también lo somos. En un   mundo así, no es posible confinar
a los extranjeros o mantenerlos a distancia. Es preciso convivir   con
ellos.Esto no significa que en las nuevas circunstancias se hayan abandonado
totalmente las   prácticas que hemos descripto. Si los grupos mutuamente
extraños no pueden ser separados   totalmente, es posible sin embargo reducir su
interacción (y hacerla insignificante y, por lo tanto,   inocua) por medio de
las prácticas de la segregación, que también debe ser modificada.Tomemos   como
ejemplo uno de los métodos de segregación ya mencionados: el uso de señales
notables y   fácilmente visibles de pertenencia a determinado grupo. Esa
apariencia atribuida a un grupo puede   ser impuesta por ley, de modo que
“hacerse pasar por otro” sería castigado. Pero también se   puede lograr sin
intervención legal. Durante la mayor parte de la historia urbana, sólo los ricos
y   privilegiados podían costearse vestimentas costosas y elaboradas; por lo
general no se podían   conseguir vestidos lejos del lugar donde se los fabricaba
(siempre según las costumbres locales);   por lo tanto, se podía clasificar a
las personas desconocidas según el esplendor, la pobreza o la   singularidad de
su apariencia. Actualmente no es fácil hacerlo. Hoy en día se producen  
masivamente copias relativamente baratas de ropas admiradas y codiciadas, que
pueden ser   compradas por gente de recursos relativamente escasos (lo que
significa que prácticamente   cualquiera puede lucirlas). Además, las copias son
por lo general tan buenas que resulta difícil   distinguirlas del original,
sobre todo a cierta distancia.Debido a esta facilidad de acceder a la ropa,   la
vestimenta ha perdido su tradicional función de segregación. Esto, a su vez,
modificó los   objetivos de los modistos, que dejaron de apelar a determinado
“sector social”. Las modas ya no   están ligadas permanentemente a cierto grupo
o clase; poco después de haber sido lanzadas al   mercado, están al alcance del
público en general. Por otra parte, las modas han perdido también su   carácter
local, para tornarse verdaderamente “extraterritoriales”, o cosmopolitas. Es
posible   obtener la misma ropa -o ropa prácticamente idéntica- en muchos
lugares del mundo, distantes   entre sí. O sea que ahora la ropa más bien oculta
que revela el origen territorial y el grado de   movilidad de sus dueños. Esto
no significa que la apariencia no sirva ya para clasificar a las   personas; por
el contrario, la ropa ha asumido el papel de uno de los principales símbolos
usados   por hombres y mujeres para proclamar públicamente cuál es el grupo de
referencia que han elegido   como modelo, y en qué condición desean ser
percibidos y abordados. Es como si al elegir mi ropa   yo le dijera al mundo:
“Mírenme: yo pertenezco aquí, soy una persona de este tipo, y les ruego   que
observen que deseo ser considerado una persona de ese tipo, y tratado en
consecuencia”. Al   elegir mi ropa yo puedo informar, pero también engañar;
puedo disfrazarme de algo que de otro   modo no podría ser, y eludir así (o al
menos guardar en secreto por un tiempo) la clasificación   socialmente impuesta.
No se puede confiar en mi ropa como indicio cierto de mi identidad. Por lo  
tanto, tampoco puede confiar en el valor informativo de la apariencia de otras
personas. Tal vez   quieran confundir o engañar. Y desde luego, pueden ponerse y
sacarse a voluntad las insignias que   exhiben. Tal vez en otro momento se hagan
pasar por alguien muy diferente de la persona que   ahora simulan ser.Como la
segregación por la apariencia perdió gran parte de su valor práctico,   adquirió
más importancia la segregación por el espacio. El territorio compartido de la
residencia   urbana se divide en zonas en las que es más probable encontrar a
ciertas personas que a otras, o en   las que es bastante improbable tropezarse
con cierto tipo de gente. Así, las posibilidades de error   se reducen bastante.
Aun en esa zonas especiales, con ingreso restringido, seguimos moviéndonos  
entre extraños, pero al menos podemos suponer con alguna certeza que esos
extraños pertenecen   en general a una categoría (o mejor dicho, que la mayoría
de las otras categorías han sido   excluidas), Por lo tanto, el valor de
orientación de las áreas segregadas se alcanza por las prácticas   de la
exclusión, es decir, de la admisión selectiva y, por ende, limitada.La boletería
para ingresar a   espectáculos o lugares de diversión, la o el recepcionista y
los guardias de seguridad son símbolos   y herramientas evidentes de los métodos
de exclusión. Su presencia indica que en el lugar que ellos   protegen y
controlan sólo serán admitidas personas seleccionadas. Los criterios de
selección   varían. En el caso de la boletería, el dinero es el criterio más
importante, aunque muy bien se le   puede negar un billete a una persona que no
satisface ciertas exigencias, como por ejemplo, vestir   ropa decente o tener
determinado color de piel. Los recepcionistas y los guardias de seguridad   
deciden si los que quieren entrar “tiene derecho” a hacerlo. Para que se le
permita entrar, la   persona debe demostrar que está autorizada para permanecer
adentro; la carga de aportar pruebas   recae enteramente sobre el que desea
ingresar, mientras que la autoridad para decidir si las pruebas   son
satisfactorias queda en manos de las personas que controlan la entrada. La
verificación de la   autorización plantea una situación en la que se le niega la
entrada a todos mientras sean totalmente   extraños, es decir, hasta que se
“identifican”. El acto de identificación transforma a un ser sin   rostro, a un
miembro de la gris e indiscriminada categoría de los extranjeros, en una
“persona   concreta”, una “persona con una cara”. En ese punto se levanta
parcialmente el perturbador   escudo opaco de la condición de extranjero. Desde
luego, el restringido territorio delimitado por   las puertas vigiladas, está
libre de extraños. Quienquiera que ingrese a un lugar tan guardado   puede tener
la tranquila certeza de que la gente que está adentro ha sido, en alguna medida,  
purificada de la usual ambigüedad de los extranjeros; puede confiar en que
alguien se aseguró de   que todas las personas que encontrará en el interior se
asemejarán por lo menos en ciertos   aspectos seleccionados y, por ende, pueden
ser tratados como si pertenecieran a la misma   categoría. De ese modo, la
posibilidad (que implica incertidumbre) de estar en presencia de   personas “que
pueden ser cualquier cosa; se ha reducido considerablemente, aunque sólo local y  
temporariamente.El poder para negar la entrada se ejerce para asegurar una
relativa   homogeneidad, para generar algunos espacios seguros y sin
ambivalencia alguna dentro del   populoso y anónimo mundo de la vida urbana.
Todos practicamos este poder en pequeña escala   cuando, por ejemplo, cuidamos
de que sólo personas que podemos identificar de algún modo sean   admitidas en
el espacio controlado que llamamos nuestro hogar; a los “extraños” les negamos
la   entrada. Además, confiamos en que otras personas hagan valer su poder para
realizar para   nosotros una tarea similar, pero en mayor escala. Para casi
todos nosotros, un día en la ciudad se   reparte entre los períodos de tiempo
pasados en esos espacios vigilados y el tiempo dedicado a   desplazarnos de uno
a otro (vamos de casa a la oficina donde trabajamos, al colegio donde  
estudiamos, al club, al bar de la esquina o a un concierto, y después volvemos a
casa). Entre los   enclaves que practican la exclusión se extiende una vasta
zona con entrada libre, donde todos, o   casi todos, somos extranjeros. En
general tratamos de reducir al mínimo el tiempo que pasamos en   esas zonas
intermedias, o bien lo eliminamos totalmente, si podemos (por ejemplo, al viajar
de un   espacio rigurosamente vigilado a otro, en el aislamiento de un automóvil
privado herméticamente   cerrado.Por lo tanto, los aspectos inquietantes de la
vida entre extraños pueden ser parcialmente   suavizados, y hasta neutralizados
por un tiempo, pero casi nunca podemos librarnos de ellos   completamente. Pese
a todos los ingeniosos métodos de segregación, no podemos evitar   totalmente la
compañía de gente que está físicamente cerca pero espiritualmente distante, que
nos   rodea sin que la hayamos invitado, y cuyas idas y venidas no controlamos.
Mientras estamos   dentro del espacio público (un espacio que no podemos evitar)
no nos es posible ignorar su   presencia ni por un momento. Y la conciencia de
su presencia es molesta: equivale a tener   conciencia de las restricciones
impuestas a nuestra libertad. Aun cuando pudiéramos estar seguros   de que la
presencia de gente extraña no esconde amenaza alguna de agresión (algo de lo que  
nunca podemos estar totalmente convencidos), nos damos cuenta de que somos
constantemente   observados, vigilados, examinados, evaluados; la “privacidad”
de nuestra persona ha sido violada.   Si no nuestros cuerpos, por lo menos
nuestra dignidad, autoestima, autodefinición, son rehenes de   personas sin
rostro sobre cuyo juicio tenemos escasa o ninguna influencia. Hagamos lo que  
hagamos, debemos preocuparnos por la manera en que nuestras acciones afectarán
la imagen de   nosotros mismos que está en poder de aquellos que nos observan.
Mientras permanezcamos   dentro del campo de su visión tenemos que estar en
guardia. Lo más que podemos hacer es tratar   de pasar inadvertidos o, al menos,
de no llamar la atención.El sociólogo norteamericano Erving   Goffman afirma que
la distracción cortés es la más importante de las técnicas que hacen posible la  
vida en una ciudad, la vida entre extraños. La distracción cortés consiste en
simular que uno no ve   ni oye; o por lo menos en asumir una postura que indique
que uno no ve ni oye y, por sobre todo,   que a uno no le importa lo que los
demás hacen. La distracción cortés se expresa cabalmente en la   evitación del
contacto visual. (Cruzar una mirada con otra persona es siempre una invitación a
una   interacción más personal que lo permitido entre extraños; significa
renunciar al derecho de   permanecer anónimo, y suspender, al menos
momentáneamente, nuestro implícito derecho y   nuestra decisión de seguir siendo
invisibles para la mirada del otro). Evitar deliberadamente el   contacto visual
equivale a anunciar públicamente que uno no toma nota de nada, aun cuando  
nuestros ojos “se deslicen” ocasional o casualmente sobre otra persona (de
hecho, sólo está   permitido que la mirada “se deslice”; nunca debe detenerse y
enfocarse, a menos que se pretenda   provocar un encuentro personal). No mirar
en absoluto es imposible. Las calles de cualquier   ciudad están casi siempre
llenas de gente, y el simple hecho de transitar requiere que se observe  
cuidadosamente la calle y todo lo que en ella está quieto o se mueve, a fin de
evitar una posible   colisión. Si bien la observación no puede evitarse, se la
puede realizar sin molestar, sin causar   intranquilidad y sin suscitar la
vigilancia de aquellos sobre quienes debe caer nuestra mirada. Es   preciso ver
simulando que no se mira: he ahí la esencia de la distracción cortés. Pensemos
en una   experiencia corriente y cotidiana: entrar en un negocio atestado de
gente, atravesar la sala de   espera de una estación de ferrocarril, o
simplemente caminar por la calle rumbo a la universidad.   Pensemos en todos los
pequeños movimientos que sin duda hicimos para caminar por la acera sin  
tropezar con nadie o para recorrer los pasillos entre las góndolas de la tienda;
y pensemos qué   pocas caras, de entre las innumerables que cruzamos, podemos
recordar, qué pocas personas   podríamos describir. Nos sorprenderá entonces
darnos cuenta de lo bien que hemos aprendido el   difícil arte de “no prestar
atención”, de tratar a los extraños como un telón de fondo sin cara,   contra el
cual suceden las cosas que verdaderamente importan.Ahora bien, es evidente que
la   cuidadosa y deliberada distracción con que los extraños se tratan
mutuamente tiene gran valor   para la supervivencia en las condiciones de la
vida urbana. Pero también tiene consecuencias   menos agradables. Un recién
llegado procedente de una aldea o de un pueblo pequeño se sentirá,  
probablemente, chocado por lo que percibe como la fría y dura indiferencia de la
ciudad grande.   Las personas no parecen preocuparse por sus semejantes. Caminan
a buen paso y no prestan   atención a la gente. Apostaríamos a que si nos
sucediera algo grave nadie se preocuparía. Hay un   invisible muro de reserva,
quizás hasta de antipatía, que se levanta entre uno y ellos, un muro que   no
podemos escalar, una distancia que no podremos franquear. Físicamente, las
personas están   tentadoramente cerca, pero espiritualmente -es decir, mental y
moralmente- se empeñan en   permanecer infinitamente distanciadas unas de otras.
El silencio que las separa y la distancia que se   usa como un arma
indispensable contra el peligro que se percibe en presencia de extraños, todo se  
siente como una amenaza. Perdido en la multitud, uno se siente abandonado a sus
propios   recursos; se siente insignificante, solitario, inútil. La seguridad
basada en la protección de la   privacidad contra cualquier intrusión redunda en
soledad. O mejor dicho, la soledad es el precio de   la privacidad. Vivir con
extraños es un arte que tiene un valor tan dudoso como el de los   extranjeros
mismos.Por un lado, el “anonimato universal” de la gran ciudad significa
emanciparse   de la desagradable y molesta vigilancia e interferencia de los
otros, que en contextos menores o   más personalizados se sentirían autorizados
a ser curiosos y a entrometerse. Sin embargo, uno   puede estar en un lugar
público y mantener al mismo tiempo intacta la privacidad. La “invisibilidad  
moral” que se alcanza gracias a la aplicación universal de la distracción cortés
ofrece un ámbito de   libertad que sería inconcebible en condiciones diferentes.
Siempre que el código no escrito de la   distracción cortés sea universalmente
obedecido, podemos circular por la ciudad con relativa   comodidad. El volumen
de impresiones -nuevas, intrigantes, placenteras- se amplía. Y también se  
expande la esfera de la experiencia. Un entorno urbano es terreno fértil para el
intelecto. Como   señaló el gran sociólogo alemán Georg Simmel, la vida urbana y
el pensamiento abstracto tienen   resonancia y se desarrollan juntos: el
pensamiento abstracto se ve favorecido por la asombrosa   riqueza de la
experiencia urbana, que no puede ser captada en su diversidad cualitativa;
mientras   que la capacidad para manejar conceptos y categorías generales es una
destreza sin la cual la   supervivencia en un medio urbano es simplemente
inconcebible.Estos son los aspectos positivos de   la cuestión. Sin embargo, hay
un precio que pagar; nunca hay ganancia sin pérdida. Junto con la   molesta
curiosidad de los otros desaparecen también su simpatía y su disposición para
ayudar. A   través de la febril actividad de la vida urbana se adivina la fría
indiferencia humana. En general, la   interacción social se reduce al
intercambio, que -como hemos visto antes- deja a los participantes,   como
personas, indiferentes y ajenos. El nexo monetario, es decir, los servicios
mutuos evaluados   únicamente en cantidad de dinero, acompaña siempre a la
actitud urbana, que es intelectual, no   emocional, desapegada.Lo que se pierde
en el proceso es el carácter ético de las relaciones   humanas. Se torna
posible, en cambio, una amplia gama de interacciones humanas desprovistas de  
significación moral; la conducta que no es evaluada ni juzgada según las pautas
morales se   convierte en la norma.Una relación humana es moral cuando surge del
sentimiento de   responsabilidad por el bienestar y la prosperidad de la otra
persona. En primer lugar, la   responsabilidad moral se distingue por ser
desinteresada. No deriva del miedo al castigo ni del   cálculo de la posible
ganancia que reportará; no surge de las obligaciones contenidas en un   contrato
que he firmado y que estoy legalmente obligado a cumplir, ni de la expectativa
de que la   persona en cuestión pueda ofrecerme algo útil a cambio, con lo que
mi esfuerzo por ganarme su   buena voluntad habría valido la pena. Tampoco
depende de lo que la otra persona haga o de cómo   sea. La responsabilidad es
moral en la medida en que es totalmente desinteresada e incondicional;   yo soy
responsable por otra persona simplemente porque él o ella es una persona y, por
lo tanto,   suscita mi responsabilidad. En segundo lugar, la responsabilidad es
moral en la medida en que la   considero mía y sólo mía; no es negociable ni
puede ser transferida a otro ser humano. No puedo   abjurar de esta
responsabilidad y no hay poder sobre la Tierra que pueda absolverme de tenerla.
La   responsabilidad por el otro ser humano simplemente porque es un ser humano,
y el impulso   específicamente moral de ayudar y socorrer que de él se desprende
no necesitan argumentación,   justificación ni demostración.La proximidad moral,
a diferencia de la proximidad física pura y   simple, está hecha precisamente de
esta clase de responsabilidad. Sin embargo, en las condiciones   del “anonimato
universal”, la proximidad física ha sido despojada de su aspecto moral. Esto  
significa que en esa condición las personas pueden vivir y actuar en estrecha
proximidad y afectar   las condiciones de vida y el bienestar de los demás sin
experimentar proximidad moral y, por ende,   sin tomar conciencia de la
significación moral de sus actos. En la práctica la consecuencia es que   pueden
abstenerse de realizar acciones que la responsabilidad les habría impulsado a
realizar; y   llevar a cabo otras que la responsabilidad moral les habría
impedido perpetrar. Gracias a las reglas   de la distracción cortés, los
extraños no son tratados como enemigos y casi siempre escapan al   destino que
acecha al enemigo: no son blanco de hostilidad ni de agresiones. Y sin embargo,
tal   como los enemigos, los extraños (y este término nos incluye a nosotros, ya
que todos formamos   parte del “anonimato universal”) se ven privados de esa
protección que sólo la proximidad moral   puede ofrecer. Hay sólo un paso entre
la distracción cortés y la indiferencia moral, la crueldad y la   falta de
preocupación por las necesidades de los otros.              10 0000

UN  APORTE  PARA  LA  CULTURA  NOVIDENTE  DE  FUNDACIÓN  PROCODIS.

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