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APRENDIENDO A MORIR.11 Nov 13 - 18:03 ALICIA YÁNEZ COSSIO APRENDIENDO A MORIR Seix Barral Biblioteca Breve Ninguna parte de esta publicación, incluido el diseño de la cubierta, puede ser reproducida, almacenada o transmitida en manera alguna ni por ningún medio, ya sea eléctrico, químico, mecánico, óptico, de grabación o de fotocopia, sin permiso previo del editor. Ilustración de la cubierta: «Santa Tais». José de Ribera, c. 1644 - 1647 Primera edición: mayo de 1997 Segunda edición: enero de 1998 Tercera edición: octubre de 2000 « 1997, Alicia Yánez Cossío * 1997, Editorial Planeta del Ecuador S.A. Eduardo Whymper 250 y Avenida Francisco de Orellana Quito, Ecuador ISBN: 9978-95-193-8 Registro deredK) autoral: 010604, 16 de abril de 1997 Deposito legal: 000949 Impreso en Ecuador - Printed in Ecuador A Luis Miguel Campos, mPhijo, quien me facilitó el acceso a sus archivos históricos para la beatificación -1774- de Santa Mariana, con los testimonios sobre los que se basa esta novela.... Aquella eterna fonte está escondida, Qué bien sé y o do tiene su manida Aunque es de noche. En esta noche oscura de mi vida, Que bien sé y o por fe la fonte frida, Aunque es de noche. Su origen no le sé, pues no le tiene Mas sé que todo origen de ella viene Aunque es de noche. Bien sé que suelo en ella no se halla Y que ninguno puede vadealla Aunque es de noche. Sin ser tan caudalosos sus corrientes Qué infiernos cielos riegan y las gentes Aunque es de noche. El corriente que nace de esta fuente Bien sé que es tan capaz y omnipotente Aunque es de noche. El torrente que de estas dos procede Sé que de ninguna de ellas le precede Aunque es de noche... San Juan de la Cruz NADIE PUEDE SOSPECHAR QUE el encorvado anciano Don Xacinto de la Hoz es el último descendiente de los Najman, quienes, en el siglo XIV, se vieron obligados a recibir el bautismo y emigraron de Toledo a Ceuta, a raíz de las predicaciones del dominico Vicente Ferrer quien preconizaba el «odio santo» contra los infieles. El viejo se encuentra sentado, con su inveterada paciencia en espera de que el Alguacil Mayor le reciba. De rato en rato, se frota las manos con angustia y aprieta la bolsa donde lleva unos cuantos miles de ducados, por sí se ve obligado a dar algún soborno; de la voluntad del alguacil depende que pueda obtener sin más complicaciones el certificado de limpieza de sangre, necesario para embarcar lo más pronto posible a su nieto rumbo al lejano País del Oro y la Canela. Presiente que llega al final de su vida y teme por el nieto que es el único sobreviviente que queda de su familia. Debe ponerle a salvo para que él y los hijos de sus hijos cumplan el anhelo de vivir algún día en la Tierra Prometida. Musita como siempre: —«Si alguna vez te olvidase, ¡oh Jerusalén! que me falle la diestra; se me pegue la lengua al paladar si no te recuerdo...» Don Xacinto de la Hoz, igual que sus padres y abuelos aprendió a sobrevivir entre cristianos, dedicado al estudio de la Tora, a la práctica secreta de observar el día sábado, a celebrar el Pesan y el Yom Kippur y a la copia minuciosa de los textos del Talmud trasmitidos de generación en generación. Tiempo y prudencia fueron sus mejores aliados para que nadie osara motejarle de «marrano». El apellido De la Hoz le viene desde siglos y siempre se sintió seguro ante la amenaza de los Autos de Fe y al margen de cualquier persecución. Pero un infiltrado en el terrible Tribunal del Santo Oficio le descubre que ha visto el nombre del meto en una de las tantas listas de sospechosos. El joven es irascible e impetuoso, en nada se parece a los de su estirpe. Le ocasiona muchos sobresaltos porque no ha aprendido a callar y sí a poner en entredicho los temas religiosos del momento. Lo mejor que puede hacer, antes de morir, es mandarle lejos del Reino. Sabe que un pariente lejano, dedicado al comercio, goza de prosperidad en el Virreynato de Nuevo México y aunque es un viaje peligroso y sin posible retorno, quiere ponerle a salvo para morir tranquilo. El anciano se consume en el ir y venir para lograr que el joven haga la peligrosa travesía. El nieto, igual que los miles de aventureros entre audaces y desvalidos que pululan en el Reino de España y sueñan con viajar a las Indias en busca de fama y de fortuna, está encandilado con la aventura. Don Xacinto de la Hoz ha llegado muy temprano en busca del certificado de limpieza de sangre, ha caminado tambaleante, apoyado en bastón que sabe de las punzadas de su gota. El certificado tan apetecido para viajar a las Indias y para tener el privilegio de hablar ante el rey con el sombrero puesto, al fin está listo. Ni siquiera ha tenido necesidad de abrir la bolsa, y cuando sale con el ansiado documento, no le pesa la joroba ni arrastra la pierna hinchada, aunque le acosa el presagio de que ha revivido unos instantes para dejar el mundo. Amanece el día de la partida. La muchedumbre se agolpa en el puerto. El joven se despide del anciano. Las palabras se niegan a salir. Los dos saben que es la última vez que se abrazan y las lágrimas corren abundosas. Las velas del galeón se inflan con el viento. Los viajeros invocan la protección del apóstol Santiago, se santiguan y se besan los dedos en forma de cruz. Se sueltan las amarras y el galeón se hace a la mar. Las mujeres no cesan de llorar y de pedir al cielo por sus hombres. Los viajeros agitan los pañuelos mientras sienten muy adentro el desprendimiento de la tierra. Don Xacinto de la Hoz se queda desvalido, tiene la barba húmeda y los ojos enrojecidos mientras estruja el Talmud en miniatura que lleva en el fondo del jubón. Cuando el barco se aleja y es apenas un punto en el horizonte, se arrastra penosamente hacia su casa, se desploma en su lecho y cumplida su misión, implora al Dios de Abraham, de Isaac y de Jacob y el cuerpo se le entiesa y se le enfría. El joven navegante que lleva el mismo nombre y apellido del abuelo, desde la popa, se lleva la mano al pecho para calmar ese caballo desbocado de su corazón y oprime la sentencia de ser cristiano viejo que acaso le sirva para lograr algún empleo en las Audiencias o Cabildos que se fundan por doquier en las nuevas tierras. Sabe que la corona española no puede correr el riesgo de que los reinos descubiertos y conquistados para su Cristianísima Majestad, se conviertan en refugio de herejes luteranos, calvinistas o judaizantes y hace votos de no soltar la lengua. La travesía por el mar es larga y agobiante, aún temen la presencia de los monstruos marinos que se tragan a los barcos y a los precipicios donde las embarcaciones desaparecen. En el fondo de las sentinas asfixiantes o sobre la cubierta atestada, no faltan las penalidades ni tampoco las riñas. Los viajeros pasan las horas de incertidumbre entre juegos de naipes y mareos, sin dejar de lado los sueños de poder y de riqueza. Xacinto de la Hoz se mantiene aislado. Su única preocupación es adentrarse en la lectura de los preciosos libros y manuscritos que lleva como el mejor tesoro en sus alforjas, pero no puede concentrarse porque hay demasiada gresca a su lado. No habla con nadie. No se aliviana la carga de angustia al pensar que no hay un ser vivo para cerrar los ojos del viejo cuando muera, ni quien lave su cuerpo, ni le entone salmos. Apoyado en la borda, conserva en la retina la imagen del viejo, y para no llorar hunde la mirada en el horizonte y dormita. Pasan los días lentos y agobiantes. Son meses de lenta travesía a merced de los caprichos del viento y los recuerdos. Al fin hace amistad con un comerciante de paños que viaja al Virreynato de Nuevo México, y por él se entera que su lejano pariente ha muerto hace tiempo. Se le derrumban sus sueños y se siente como un leño entre las olas. Oye hablar con entusiasmo de «la siempre verde Quito», una próspera ciudad construida cerca de las nubes y sin mayor razón, sólo por una corazonada, decide probar suerte en esos lares. Después de algunos meses, al salir de Panamá, el viaje toma otro cariz, se torna más peligroso. Amarrado al palo mayor, el vigía otea sin cesar el horizonte para dar la voz de alarma ante la presencia de los temidos piratas holandeses, que envidiosos de la supremacía española y partidarios de Calvino, navegan desde el estrecho de Magallanes hacia el norte y hacen terribles incursiones a lo largo de los puertos del Mar del Sur. Le cuentan que los cargamentos de oro y las toneladas de plata que salen de El Callao rumbo a Panamá son la presa apetecida de todos los piratas y corsarios. — ¿A esto llamáis cruzar el charco...? —les pregunta. La mayoría de viajeros son hijodalgo y segundones naturales de Castilla, Andalucía y Extremadura, son jóvenes desarraigados, con su sensualidad tradicional y un ansia desmedida de fama y de riqueza. Viajan sin sus mujeres, y sueñan en lograr un matrimonio con alguna mujer rica, no importa si es fea y mejor si es vieja... Entre tantos fulanos, hay quienes tienen el quijotesco afán de convertir idólatras o traen el real encargo de meter en cintura a tanto aventurero que lleva en sus alforjas las semillas de picaresca y los vicios de germanía. Agotado y exhausto, al fin desembarca frente al puerto de Guayaquil con el tesoro de sus libros, un puñado de ducados y una muda de ropa. Guayaquil es el más grande astillero del Mar del Sur y se admira de que esté tan desprotegido de baluartes y se presente como una fácil presa de piratas. Para llegar a su destino, le dicen que debe desandar lo andado por el mar y aventurarse por tierra hacia el norte, porque no es nada fácil llegar a la remota ciudad andina. Mira a los seres extraños, semidesnudos, con apariencia humana, que acarrean maderos, llevan cargas pesadas, no hablan, no descansan, se mueven bajo el látigo, y se estremece al pensar que así debieron padecer sus antepasados y todos los que fueron sometidos a esclavitud para extender sus territorios o imponer sus religiones. Para el viaje por tierra hay que hacer tantos preparativos como para embarcarse. Se junta a la caravana de unos comerciantes. Busca un caballo, pero le aconsejan que es mejor hacerse de una muía y mejor aún de toda una recua de muías de relevo. —-Una muía castellana —le repiten. Comienza el viaje. El paisaje por el que se aventura la caravana cambia en cada recodo del camino y, con el paisaje, cambia el clima. Va de asombro en asombro. Dejan las tierras bajas con las aves de colores encendidos que hablan como humanos y árboles de troncos que tienen apariencias femeninas en actitudes orgiásticas. Cruzan la selva feraz donde anida la malaria. Atraviesan los valles cálidos, trepan por las montañas heladas. A lo largo del camino hay algunos tambos, pero son incómodos y están mal atendidos. Los caminos son tortuosos y están erizados de peligros. Los estrechos senderos de herradura se retuercen en meandros. El viajero apenas puede creer que existan semejantes precipicios sobre los que se balancean puentes colgantes trenzados de bejucos que oscilan como cuerdas flojas al paso de las muías castellanas. Las muías habituadas al sendero hunden las pezuñas en los riscos con mayor aplomo que los briosos caballos. Debe cruzar el puente, descabalga y como es joven se apresta con entusiasmo a la aventura. Al fondo de la sima ruge el río y se retuerce entre furiosas cascadas y enormes piedras vomitadas por los volcanes. Allá abajo los naturales, al mando de un capataz, lavan las arenas en busca de pepitas de oro. El guía, un indígena curtido por el sol y el viento de los caminos, le aconseja: —No has de mirar abajo sino al frente, si no queréis que te trague el abismo. Por no haber desembarcado en el sitio que debía, un día, llega a la ciudad conocida por los Incas como la Ciudad Santa de los Hijos del Sol. Entonces se calman por ensalmo los cansancios del viaje y las fatigas, aunque se siente desconsolado sin su alforja de libros y no deja de preguntarse por qué razón el dicho porquerizo extremeño hubo de fundar una ciudad tan próspera en un sitio tan abrupto, habiendo como hay tantos fértiles y hermosos valles en los alrededores. Llegan al páramo. El huracán, patrón tirano del paisaje, arremete furibundo con aristas de hielo que se clavan como agujas en las manos y en la cara. Por un precio exorbitante, logra comprar un poncho y un zamarro que le salvarán la vida. Otros viajeros desaprensivos se ven precisados a matar sus propias cabalgaduras para meterse dentro. Entre la sangre caliente y olor de las visceras, se salvan de morir congelados y de quedarse tendidos para siempre en el pajonal sombrío. La tempestad arrecia. Se detienen a pasar la noche. Aterrados y ateridos contemplan la furia de los relámpagos que iluminan la soledad del páramo como si el sol ecuatorial estuviera en su cénit. Estoicos, soportan la cruda arremetida del granizo entre la lluvia incesante y los rayos. En las hondonadas de los valles el calor sofoca y claman por un sorbo de agua. No faltan las plagas de mosquitos y zancudos que inyectan su veneno, ni tampoco las bandas de asaltantes de caminos que desvalijan a los incautos, pero al fin, cuando Xacinto de la Hoz está al borde de la locura y maldice porque han desaparecido todas sus alforjas, y se arrepiente: — ¿Fue este el Reino de Quito...? —Quedan sólo vestigios de lo que fue y ya no es, le responden. Las leyendas que escucha se confunden con las fábulas, y es todo ojos, incertidumbre y penas. Xacinto de la Hoz se queda absorto ante el crecimiento de la ciudad que se ensancha al ritmo alocado de una religiosidad ampulosa. Hay innumerables construcciones nuevas. El afán de hacer iglesias, ermitas y monasterios es la fiebre que consume a los moradores de la villa. Tal parece que los habitantes tuvieran la desmedida urgencia de preparar un sitio digno para alojar al terrible Señor de los Ejércitos, dueño de las tempestades y los truenos, de las erupciones volcánicas y las correntadas de los ríos para que no esté dentro de cada uno ni sea el testigo inoportuno que acosa con amenazas y señales de castigo. Xacinto de la Hoz entra a la ciudad mientras murmura: —Sinagogas, mezquitas e iglesias, son lo mismo. Le cuentan que la ciudad tiene unas doscientas cuadras con unas dos mil quinientas casas que se agrupan en las laderas de un despiadado volcán llamado Pichincha, el que ha ocasionado demasiados terremotos y calamidades y cuyas cimas siempre están cubiertad de nieve. Le aseguran que la ciudad goza de una eterna primavera, sin los ardientes veranos ni los gélidos inviernos de la lejana Europa. Mira su extensión encajonada entre las sinuosas laderas del volcán, de las colinas del monte llamado Itchimbía, de la loma de Huanacauri y del redondo Yavirac, un monte tan pequeño y tan gracioso que parece un panecillo, por lo que las gentes aseguran que no es ningún capricho de la naturaleza sino la hechura paciente de los antiguos moradores. Los campanarios de las iglesias, cúpulas, cimborios y espadañas se levantan soberbios encima de las musgosas techumbres de las viviendas que lucen pobres alrededor de los diez grandes conventos. Le cuentan que los hábiles constructores han resuelto la dislocada geografía con monumentales arquerías subterráneas aprovechando las ruinas incásicas sobre las que están asentadas las casas y sobre las que se han trazado las primeras calles. Está cansado, debe buscar alojamiento. Le indican una posada, pero no concreta nada porque la primera pregunta de la dueña es acerca de cuáles son sus devociones y como contesta que no tiene ninguna, la mujer se santigua y le cierra la puerta. Las moradas de la gente rica no reciben extraños y él debe contentarse con lo que aparezca. Alrededor de los macizos muros de las casas existen poyos para que el caminante descanse de las cuestas o se siente a charlar con los vecinos. Se acomoda en uno de ellos. Tiene las posaderas llagadas y le acosan la fatiga y las hambres atrasadas. Se acerca la noche. Entre las sombras aparece un mestizo que le mira de arriba abajo, adivina sus sinsabores y sin más le pregunta: —¿Sois recién llegado? ¿Buscáis una posada? Yo sé de una que puede acogeros... Xacinto le agradece y va tras él. La casa a la cual le conduce también tiene poyos en el zaguán y en él se sienta en una espera que le parece eterna. La casa es grande y oscura. Asoma el dueño y tras él la esposa, los hijos y los criados que le miran de hito en hito, le acercan la llama de la vela y le preguntan con descaro qué ha traído. —He perdido todas mis alforjas, pero puedo pagar el hospedaje —contesta entristecido, mientras acaricia al dismimulo la bolsa de ducados que lleva amarrada al cuello. Le conducen por las amplias gradas de piedra que se abren en abanico hacia el piso alto. Le muestran un aposento. A Xacinto de la Hoz le parece bien, demasiado bien para su cuerpo exhausto. Acuerdan la paga y demás condiciones, y sin más se derrumba en la cama y se queda dormido por dos días. Tiene un albergue donde se quedará a vivir y acaso es el sitio donde dejará sus huesos. La nueva morada tiene unos cuantos recovecos, una huerta frondosa para aislarse y poder atrapar meditaciones y recuerdos, y un patio para tomar el sol de la mañana, aunque el dueño le advierte con frecuencia cada vez que le ve salir sin capa y sin chambergo: —No os olvidéis que en Quito hay ciento cincuenta días de lluvia, ciento cuarenta y tres días de niebla y sesenta y ocho de tempestad... Se entretiene en caminar sin rumbo fijo y acaso en encontrar alguien con quien pueda cambiar impresiones y acaso entretenerse en discutir sin comprometerse demasiado. La ciudad es como una de las tantas que hay en España y hay plazas tan grandes y cuadradas como no las ha visto en el Reino. Al abuelo le hubiera gustado vivir en estos lares y dejar sus huesos en ella. A los lados de la Plaza Mayor se abren cuatro calles de piedra, rectas y amplias, las demás calles son tortuosas y estrechas. Le fatiga ascender por las lomas y le produce vértigo descender hasta el borde de las siete profundas quebradas. Los torrentes de lluvia hacen la limpieza de la ciudad y se llevan el derroche de cascaras, trapos viejos y cascotes. No hay alcantarillas, apenas hay veredas y cuando llueve, es difícil transitar sobre los charcos haciendo equilibrio entre las piedras. A la noche, las calles se quedan desiertas. Pero dentro de ciertas casas adivina que existe una soterrada vida nocturna, al calor de los braseros. De vez en cuando asoma un hidalgo trasnochado, va en la silla de manos de cuatro transidos huasica-mas. ¡Chalp, chalp!, se hunden las alpargatas en el agua y cuando pasa, el silencio y la lluvia vuelven a adueñarse de la calle. Las desigualdades del terreno impiden el uso de carruajes, en toda la ciudad sólo hay unos pocos palanquines para el uso de las señoras que se dicen españolas y que salen por las mañanas a cumplir con sus deberes religiosos, a rezar una de las tantas novenas que no faltan en las iglesias de las parroquias y conventos, y cuando van de visita en las pocas tardes soleadas a enterarse de algún acontecimiento que sucedió hace años en la vieja Europa o de algún chisme sabroso que no hay más que propalar para matar el tedio de las horas muertas. Vuelan las tórtolas y las palomas por encima de los tejados antes de meterse en el nido, y antes de meterse en la cama, en los cálidos fogones se empieza a destilar y batir el chocolate. Se tiene a mano las espermas y candiles y una indígena descalza golpea medrosa la puerta del vecino para musitar el mandado: —Que por amor de Taita Dios, dice la patrona que se terminó la panela y que le emprestéis una pizca porque la Baltasara tiene entuerto. Es una noche oscura y, como siempre, llueve. El mestizo Matías Sandoval tiene el encargo de hacer la ronda nocturna a todo lo largo de la Calle de las Siete Cruces. Camina entre las sombras y la lluvia desde el convento de las monjas Conceptas hasta el Arco de la Reina, límite sur de la ciudad. La posada de Xacinto de la Hoz está cerca del Arco de la Reina. El Arco de la Reina tiene grandes y pesadas puertas. Dos mestizos las cierran a las seis de la tarde, cuando empieza a salir en procesión la fila de indios que, según una ordenanza del Cabildo, no pueden dormir dentro de la villa, sino en las chozas apartadas. —¿Por qué tanto trajín? —pregunta el recién llegado al hospedero. —Porque a los naturales les puede dar la gana de tramar alguno de esos levantamientos que deje a los blancos sin cabeza, y como son tantos debéis suponer los resultados... —le responde, y le hace cuentos acerca de cuando los naturales pierden su pacífica presencia. Las puertas se abren a las seis de la mañana y entran los capariches con sus largas escobas de carrizo. Luego aparece la turba de indígenas canteros que no paran de labrar la fachada de la iglesia de la Compañía de Jesús. Después entran soñolientos los indios albañiles que no cesan de construir los puentes y rellenos sobre las siete quebradas. Más tarde, los indios concertos que llegan caminando desde el valle de Los Chillos, arreando las recuas cargadas de maíz, las frutas de los valles, la leña para los fogones que se prenden apenas cantan los gallos, los atados de yerba para las cabalgaduras y unas cuantas vacas gordas para el ordeño. Bajan los indios cargadores que traen en canastas desde las cumbres del Pichincha la nieve para los helados de frutas que se han hecho famosos en toda la comarca. Entre tanto tumulto, llegan los aguateros que cargan los pondos con el agua que baja a raudales de las vertientes del volcán y que se recoge inagotable en las pilas de artísticos surtidores. La pila de la Plaza Mayor tiene un ángel de piedra con una trompeta dorada por donde sale un chorro de agua límpido y delgado, y las pilas de la Plaza de San Francisco, de la Plaza de Santo Domingo, de la de San Agustín y de las del interior de los conventos tienen estatuas de faunos o de peces por cuyas bocas fluye el agua de las vertientes y de la lluvia incesante. No pasa inadvertido al extranjero que los aguateros son el nervio de la ciudad, soportan un peso de seis arrobas en la espalda, sostenido por sogas y una almohadilla de paja. Son seres sonámbulos y tristes. De espaldas ante cada pila, esperan que se llene el pondo y cuando está rebosante lo llevan a cuestas. Caminan pidiendo permiso a los transeúntes con un trotecillo nervioso y apurado. Al llegar a cada casa, aflojan la tira de cuero que pasa por la mitad del pecho y vierten el agua cristalina en los cántaros y depósitos, sin derramar una gota. Xacinto de la Hoz se pasma ante la parquedad de los aguateros. Advierte que sólo comen un puñado de maíz tostado y otro de máchica que la empujan tomando en el cuenco de la mano un sorbo de agua. No comen nada más, les basta las hojas de coca que mastican despacio. Cobran unos míseros cuartillos de jornal a la semana. Musitan un Dios solo pay, patraña, se alejan, y vuelven a hacer otro y otro recorrido sin saber el porqué ni el hasta cuándo... El español acosa a preguntas al hospedero y el hospedero le hace cuentos y más cuentos; por él se entera que después de una malograda administración en la que se dilapidaron y desaparecieron todas las limosnas, el Cabildo quiteño recurrió a los bethlemitas: —Desde que estos santos hombres llegaron, el hospital funciona tal como fue la voluntad de Nuestro Señor Felipe II, es decir, para los españoles que pasan apuros como vos y para los indígenas desamparados como tantos... Son unos pocos hermanos laicos, con un solo sacerdote y una cofradía integrada por las señoras pudientes que se toman el santo trabajo de buscar por todo el territorio a las muchas doncellas huérfanas que carecen de recursos y les dan una dote que les permita casarse el día señalado que es nada más ni nada menos que el Viernes Santo de cada año... Mal día para un ayuntamiento. ¿No os parece...? Xacinto de la Hoz no puede reprimir una sonrisa. A veces se interrumpe el trajín de la turba de poncho y de alpargatas. Hay que dejar paso al mestizo con el brazo en cabestrillo de una puñalada que recibió en el garito o en la pulpería y se está desangrando. Hay que dejar libre el camino al cortejo doliente de un agonizante llevado en parihuelas que va a pedir la ayuda del bien morir a los hermanos bethlemitas que se han hecho cargo del Hospital Real de las Misericordias. —Los bethlemitas no descansan nunca —agrega—, trabajan noche y día, limpian las llagas de los indios, aplican los emplastos en las bubas de los libertinos —que hay muchos, aunque no os parezca—, aplacan las fiebres de los apestados que yacen en los nichos: en el más alto, el blanco siempre exige que le atiendan primero; en el del medio, se queja el mestizo, y en el que está a ras del suelo, el indio espera la muerte, en silencio... Los bethlemitas —ya lo habréis visto— van descalzos, pata al suelo. Han hecho el peor de los votos, que es el voto del silencio. Apenas abren la boca... Han jurado no cortarse la barba. El hábito que llevan es de la estameña más grosera. El escudo que muestran en el pecho tiene las figuras del pesebre de Belén. Al mediodía —ya lo habréis comprobado—, cuando el hambre más apura, llenan con la sopa frailera el cazo de los mendigos que hacen fila a las puertas del hospital, y la sopa que les dan, es mejor que la sopa que nos dan nuestras mujeres... De modo que si alguna vez os quedáis sin blanca, ya sabéis dónde está el remedio... Pasarán los años lentos y agobiantes. Xacinto de la Hoz comprobará que el sitio le conviene más que ningún otro y decidirá quedarse en él hasta que muera. Acodado desde su ventana, verá cómo se extiende la ciudad, conocerá la catadura de sus gentes y sabrá de sus gustos y pecados. Años más tarde, le llamará la atención una niñita que dicen que ha nacido para santa. La verá en la ventana de la casa de enfrente, parada en un taburete, mirando la fila de mendigos que cada vez es más larga. Año del Señor, mil seiscientos dieciocho, octubre treinta y uno, víspera de la festividad de Todos los Santos. Matías Sandoval, el sereno de los mil oficios, relojero ambulante de las noches sin campanas, lechuza que atisba y pregónalos sucesos nocturnos, el que sabe a dónde van y de dónde vienen los hidalgos embozados y por qué hay tantas peleas con puñales en los garitos y en las pulperías, grita de trecho en trecho: — ¡Alabado el Santísimo Sacramento! ¡Las nueve de la noche. Todo sereno, pero llueve! Esa noche no pasa de largo, se detiene ante la casa de Don Jerónimo Senel Flores de Paredes, natural de Toledo en el Reino de España, atisba el resplandor de las velas de sebo y la luz de los candiles que se filtra por las mil rendijas de las puertas y ventanas. Cae la lluvia intermitente y fina. Matías Sandoval deja a un lado el farol con la vela de sebo que se consume aprisa, saca un botijo de aguardiente, toma dos sorbos largos para aplacar el frío y el dolor de huesos, se sacude el poncho húmedo, cuadriculado de remiendos, remedo de los montes andinos con sus campos verdes cultivados, con tierras negras rayadas por el arado de los bueyes o en barbecho, se seca la mano y agarra el puño que tiene la irreverente forma de higa, da dos golpes en la chapa de bronce y espera, mientras pasa la mano curtida de frío por las floridas cabezas de los grandes clavos con que se adorna la puerta de la casa. El diligente eco llama a la mestiza María de Paredes, criada propia de la casa solariega, tan propia que hasta lleva el mismo apellido de los amos. Le oye caminar a tientas sobre las piedras adornadas con arabescos de huesos pulidos, por el largo zaguán oscuro. Hay murmullos y pasos apurados en el fondo de la casa. Corre la aldaba de la puertecilla falsa y pregunta quién vive. Reconoce a Matías Sandoval, quien a su vez le interroga qué pasa, y ella le cuenta con pormenores y señales que su ama, Doña Mariana Jaramillo de Granobles, está por dar a luz... Asegura que no pasa de esa noche y que su vida está pendiendo de una hilacha porque no han sido en vano los continuos partos y malogros que ha tenido, y agrega que la edad madura le está impidiendo alumbrar como es debido. El comedido sereno se compadece del ama y ofrece sus servicios: —Entonces, en porsiaca, si yo puedo ser bueno para algo, que ya mesmo regreso de las monjas y siempre estoy aguantando lo que pasa... —Diosolopay, taita Matías. Ya hemos de avisarte, si pasa —el Santísimo Sacramento y la Virgen del Rosario, no lo permitan— algún percance. Regresa desde el convento de las monjas Conceptas a quienes considera por demás revoltosas, porque en el afán de aumentar más celdas para las novicias que se acogen con sus numerosas servidumbres, ya no caben entre los muros del convento. Es voz común que han comprado las casas de enfrente en trece mil pesos contantes y sonantes y quieren apropiarse de la calle, porque además, las muchas madres solteras y las que han dado malos pasos, les dejan en el torno los guaguas malhabidos. Pero, a pesar de todo, los vecinos no les consienten tal capricho. Las monjas ponen el grito en el cielo y acuden llorosas al Cabildo en busca de justicia, el Cabildo las manda de paseo y ellas, contumaces y altaneras, mandan construir más socavones y arquerías que se quedan a medio hacer porque no pueden pleitear contra el Cabildo y tienen que contentarse con ordenar a la sumisa peonada que cave la tierra al disimulo y construya un túnel para comunicarse con la nueva propiedad. El sereno sigue calle arriba, la Plaza Mayor está desierta, el agua de la pila se desborda. Alrededor de los charcos crece la mala hierba y croan las ranas. La casa de la Real Audiencia está en escombros y es nido de alimañas. Lechucero y dispuesto a hacer toda clase de favores, cuida el sueño y las propiedades de los acaudalados señores y de las buenas gentes. A la altura de la capilla de El Sagrario, Matías Sandoval se da cuenta de que ha cesado la lluvia, el cielo está claro y se ven las estrellas. Alguien, sobre los campanarios, ha hecho rodar las nubes cargadas de aguacero hacia las orillas limpias del Machángara. Se santigua ante el resplandor de un relámpago, escucha el último trueno. Mira hacia arriba. Se soba las piernas y los brazos. Toma otros dos sorbos de aguardiente. Le parece que los ángeles hubieran extendido de colina a colina las puntas de una sábana azulada. Se queda largo rato con el cogote erguido, y de pronto descubre una estrella más grande y brillante que las otras, de la estrella nace un resplandor que se estira en filamentos tenues como si fuera una palma encendida... El espectáculo es demasiado hermoso y por demás inusitado, y en toda la ciudad no hay nadie más que él para gozarlo. Las noches interminables y frías de aguacero son lentas y aburridas. Cuando amanece y ha terminado la ronda, de regreso a su cuarto, no hay ninguna novedad para contarle a su mujer que le espera en el lecho caliente con el pan de maíz negro y el jarrito de agua de canela que echa humo. Matías Sandoval no puede contenerse más, ensancha el pecho y grita entre los carámbanos del aire: —¡Milagro! ¡Milagro! i Alabado sea el Santísimo Sacramento! ¡Salid todos a aguaitar lo que ha aparecido en el cielo! En ese mismo instante, en los cuartos altos de la casa de Don Jerónimo Sanel Flores y Paredes, se oye el primer llanto de una niña. La mestiza María de Paredes jura que la estrella con la palma está colocada sobre el mismo tejado de la casa y es idéntica a la estrella que guió a los Reyes Magos al pesebre. Los criados se olvidan de lo que cada cual estaba haciendo mientras paría el ama, y salen al patio a mirar la estrella con la palma. Don Jerónimo Senel contempla entusiasmado la aparición celeste, entra y sale, va y viene, se frota las manos y no deja de mirar con creciente orgullo a su octava hija. Doña Mariana, alivianada del difícil parto, entre jicaras y palanganas de agua caliente, de sábanas y emplastos, de reliquias de santos y de estampas de vírgenes, agradece con lágrimas piadosas el augurio que le envía la Providencia. No cabe de gozo. La niña, casi ha nacido en la festividad del día de Todos los Santos y entonces, será santa... La mira arrobada, acuna el cuerpo pequeño de un pedacito de nada. La besa en la frente, la arrulla, la abraza y se sume en las cavilaciones de los santorales. Los habitantes de Quito, hambrientos de sucesos, se tiran de la cama. Se corren las aldabas. Antes de abrir las ventanas se abrigan con alguna manta. Los vecinos confirman las palabras del sereno y se quedan atónitos, hasta muy tarde, mirando y comentando la milagrosa aparición de la estrella con la palma. La madre, el sereno, la lluvia, la noche, la estrella y la palma pregonan a los cuatro vientos que en Quito ha nacido una santa. A la mañana siguiente, los curiosos hermanos madrugan y entran en puntillas a conocer a la guagua que está pegada a la madre. Apenas la pueden ver: la gorrita de lana le cubre la mitad de la cara, el cuerpo está envuelto como un tamal de maíz. A un lado de la cama hay un enorme canasto apilado de pieles blancas y curtidas, de bayetas de lana que han sido hiladas y tejidas por los indios de la hacienda de Saguanche, de camisitas de oían bordadas en punto de realce por las monjas del convento de Santa Clara, de lienzos, de ombligueros pespunteados con hilos de colores, de paños de hombros, de fajas, tajuelos, mantones, escarpines y toda clase de ananayes. La madre se queda inmóvil en la cama por espacio de cuarenta días. Tiene miedo que se presente la fiebre puerperal o que le dé el temido sobreparto que acaba con la vida de las madres. Los baldaquines del dosel que cubre el lecho caen hasta el piso cubierto de esteras alfombradas con las bayetas que salen de los tantos obrajes. Las contraventanas de madera permanecen cerradas, la puerta de la gran alcoba está entornada. Hay un silencio recoleto apenas interrumpido por las risas y los correteos de los niños que quieren entrar al cuarto de la madre para saber cómo y quién trajo a la hermana, y les ordenan que se vayan a coger capulíes en la huerta. Cada mañana las diligentes criadas tuercen el pescuezo de una gallina gorda, la despluman vertiendo agua hirviente en la batea, voltean al revés el enredijo de las tripas y las lavan como si fueran calzas percudidas. Apartan y sobrepasan la codiciada enjundia, arrancan la vejiga de la hiel y se la tragan porque es buena para curarse de la bilis, y ponen a cocinar en la marmita, patas arriba, entre yuyos olorosos, el ave que desborda su olor por todos lados. Se esmeran en la dieta de la parturienta. Los tazones de caldo, de horchata con anís y de morocho con canela no cesan de salir de la cocina hacia la alcoba. Doña Mariana se alimenta a conciencia para tener una leche espesa, y se sirve los regalos que le mandan los parientes: charoles de huesos de Santa Teresa, tocinitos de cielo y alfajores. Pero no todo sucede como en los anteriores nacimientos. La recién nacida no tiene hambre, no quiere saber nada con el pecho de la madre. Se resiste a mamar. Ladea la cabeza, no abre la boca y hasta rompe a llorar cuando le insisten. Los familiares buscan apurados la ayuda de una nodriza, y cuando ésta llega con los pechos rebosantes, es en vano... No atinan qué hacer. Comentan que la niña ayuna, que sólo se alimenta con unas gotas de leche cuando comienza la mañana y vuelve a mamar cuando llega la noche. La madre se desespera ante el desgano de la niña y ante el dolor agudo de los pechos que están inflados y con las venas tensas y azuladas. Las visitas que llegan a dar los parabienes a los padres, miran con respeto a la recién nacida y propalan la noticia de que la niña ayuna porque nació predestinada a los altares. A los pocos días, vestida con un ropón blanco de raso, adornado con encajes y pasamanerías, y un velo que se arrastra, la llevan a acristianar en la sacristía de la Catedral que tiene el privilegio de conservar entre otros tesoros, doscientas ochenta y siete reliquias de santos traídas del viejo continente y otros lares. Se llamará Mariana. El cura le impone el santo óleo y el crisma. Hace a un lado, con disgusto, el encargo de la madre que consiste en un botijo de agua bendita, perfumada y tibia, que le presenta la criada, y vierte en la cabeza el agua de la pila bautismal que está helada. —¡Hombres de poca fe! —murmura entre dientes—. De dónde acá tantos melindres, si estos ojos que se han de hacer polvo y ceniza y se han de comer los gusanos, no han visto nunca que ningún neófito se enfríe con las aguas del Santo Sacramento... Al contrario, el agua fría es el mejor escarmiento contra las malas pasiones y ayuda a resistir los embates del demonio. Al salir de la larga ceremonia, mandan a los criados que les pasen las bolsas de terciopelo negro con los capillos. Agarran un puñado y los tiran al aire. Los guambras y los longuitos que esperan en la calle, se tiran al suelo y se pelean por quitarse las moneditas de plata que caen y brillan como luceros entre los charcos. Don Xacinto de la Hoz, el español altanero y enigmático, que al paso del tiempo y en espera de una ocupación que no vaya en desmedro de su condición de hidalgo, se ha quedado sin blanca, acierta a pasar en ese instante y hace un gesto de disgusto, blande el bastón, se encasqueta el sombrero y se aleja mascullando improperios y latines. La niña, con su vida trazada de antemano, empieza a vivir entre mimos y halagos, entre jarabes, tisanas, jubones de lana de oveja y unos cuantos cuidados para las dolencias que trae desde el vientre de la madre. Los padrinos, don Gabriel Meléndez de Gra-nobles y su esposa, están de acuerdo con el cura. La niña tose y se estremece con el agua fría que le resbala por la nuca. Los padrinos se han vestido con lo mejor que tienen en sus arcas y se sienten orgullosos de apadrinar a quien ha nacido para santa. Hasta los tres años crece al lado de Escolástica Sarmiento, una criatura de la misma edad. Andan juntas de arriba para abajo y en el momento de la travesura son inseparables. Todavía no entiende lo que quieren decir cuando la tildan de santa y hace las travesuras que hacen los ángeles cuando San Pedro abre las puertas y les dice: —Id a jugar con los niños que estén tristes. El caserón de los Paredes es amplio y confortable. Tiene dos pisos y está construido en una mezcla de parquedad castellana y detalles de gracia andaluza, con puertas y ventanas muy estrechas, en una reminiscencia de la cultura antigua. Una grada de piedra por demás transitada por los criados, sube al piso alto. Los aposentos tienen pocas ventanas y los cielos rasos son altísimos. En las salas de recibo no hay sillas sino amplios estrados con cojines de damasco carmesí, al estilo oriental. En las paredes hay profusión de retratos de severos antepasados, de pinturas religiosas de santos y de santas e innumerables espejos con marcos de pan de oro que son más grandes y suntuosos que el mismo espejo y que no están allí para la vanidad de mirarse. Un día, los estrados aparecen cubiertos de lanas, migas de pan, cascaras de mandarinas y un insoportable olor a meado de gato. Doña Mariana de Granobles se enoja y manda que las salas permanezcan cerradas para que las niñas no se encarmen en los estrados a jugar con los gatos. Los salones quedan clausurados y sólo se han de abrir cuando lleguen las visitas que se irán más pronto de lo habitual, porque el olor a creso y alcanfor con que han sido regados quita las ganas de seguir charlando. —i Ay, Dios santo, qué niñas! Ni siquiera porque Marianita es santa... —Santa es, pero no se puede decir lo mismo de la otra. La madre ha mandado que en los corredores del piso alto se tejan entre los pilares de madera y las barandas torneadas y pintadas de verde, unas cuantas sogas para que las niñas no se vayan de cabeza al patio. Cuando hace sol, las mujeres de la casa sacan los bastidores al corredor. Las hermanas mayores se sientan a bordar el inacabable ajuar de novias que les servirá para el día que las manden a contraer matrimonio. Las dos pequeñas se meten entre las patas de los bastidores, agarran las madejas de hilos de seda y las enredan. La impronta de sus manecitas sucias se queda en los olanes de las sábanas. Se adueñan de las tijeras y esconden los dedales. Les piden que no molesten. Escolástica Sarmiento, que es más osada, le dice al oído que no haga caso. Marianita insiste. Una de las hermanas intenta propinarle un pellizco, pero al punto se acuerda que es santa y que puede pecar si la maltrata y opta por besarle las inquietas manos. —Marianita, llévate de aquí a Escolástica. Entonces, bajan las escaleras y se meten en los cuartos bajos que hay en los traspatios donde se almacenan los productos que llegan de la hacienda y juegan a ser las vendedoras del tiánguez y las compradoras de la casa. Espían lo que hay en los cuartos que sirven de vivienda a los criados y huasicamas. La casa tiene demasiados rincones y recovecos para entretenerse. Aún se hacen paredes de bahareque y no faltan los muros de dos metros de espesor para que puedan resistir las embestidas de los frecuentes terremotos que castigan sin piedad a la ciudad andina. Al fondo de la casa, salvando los declives del terreno, hay una huerta sembrada de hortalizas, de yuyos y de árboles frutales entre los que no falta el capulí centenario que invita a subirse por las ramas, unas cuantas hileras de duraznos picoteados por los pájaros, otras de membrillos y manzanos que se dan maña para dar sus frutos durante todo el año. No falta el cobertizo de las bestias, ni tampoco el gallinero. Mariana y Escolástica visten y desvisten al espantapájaros con las ropas que sacan del cuarto de los criados. Hacen huecos al pie de los árboles y buscan gusanos y lombrices para los pollitos de la gallina saratana. En el traspatio, en el cuarto de Catalina Paredes, la indiecita que Doña Mariana ha regalado a su hija para que le sirva y le acompañe, han visto un palillo. También ha de servir —dicen— para horadar la tierra y sacar cuicas, pero el huso se parte y Catalina se enoja. Escolástica goza con la maldad del huso roto, Mañanita hace pucheros y la india ladina en lengua castellana, sumisa y sorda como una tapia, al punto se ríe, la toma en brazos, la lleva a la cocina. Le acerca un trocito de alfajor a los labios que se resisten a abrirse. Le muéstralos moldes de helados que tienen la forma, el color, el sabor y el tamaño de todas las frutas y están reposando sobre el hielo, listos para llevarse a la mesa en la compotera de plata. Con una cucharilla raspa el helado de guanábana y le tienta, la niña se niega a probarlo, hace lo mismo con el de granadilla y de naranja, la niña apenas prueba con el dedo una gota de agua. Cansada de insistir, le pone en el bolsillo del delantal un puñado de maíz partido para que se entretenga con los pollos y deje en santa paz a las hermanas y a la madre, mientras sacude a Escolástica que ha metido el dedo en todos los helados. Las dos amigas no se quedan quietas, juegan a las cogidas entre los sembrados y los corredores del patio, se paran en los arriates, arrancan los pétalos de los geranios y las hortensias y se empapan en el agua de la pila. Si Mañanita se siente mal, se esconde en la huerta. La una se sube a los brazos retorcidos del manzano y la otra se acurruca al pie del tronco. Levantan la tapa del pozo, la una tira piedras y cascajos, y la otra se queda mirando cómo se triza el ojo de agua y se queda sin pupila. Se sientan en la yerba y conversan pico a pico con los pájaros, les dan migas de pan, se esconden entre las matas de alfalfa. A la hora del almuerzo las buscan y no las encuentran, se hallan jugando a las escondidas y cuando se cansan del juego gritan a coro: ¡Honta, la macomita! Quieren saber lo que hacen los vecinos. Por encima de una de las tapias tratan de ver al presbítero Don José Martínez de Jibaja, que les regala estampas de la Virgen y les hace la cruz sobre la frente cuando pasa por el lado. Le miran cómo se sienta a tomar el sol por las tardes, cómo se acomoda en un cordobán y abre el breviario que en seguida se cae de la mano porque se queda dormido y ni siquiera siente a las gallinas que picotean la hilera de botones de la sotana. Por la tapia del otro lado quieren ver qué hace la vecina del fondo, les gusta espiar a Doña María Atahualpa y Asampay, descendiente del último emperador del Reino de Quito. Es gorda, pretenciosa y tiene más criados que los Paredes. El cruce de etnias le ha blanqueado la piel, lleva muchas ajorcas y se viste con más lujo que las señoras españolas. Siempre está metida entre las sementeras de maíz recogiendo choclos y cuando se siente espiada se encara con las niñas, les tira el agua de la acequia y manda continuas quejas a los padres: —Que se suben a mi tapia y me andan espiando... Que me tiran piedras y me espantan mis gallinas... Han dejado olvidada una escalera, Mañanita trepa los peldaños ayudada por su amiga, se sube a un tapial altísimo, también los vecinos tienen gallinas con pollitos. Camina por el tapial, tropieza en una teja, hace equilibrios, no sabe a qué lado va a caer. Da un grito. Cae, y tras ella se derrumba un pedazo de pared. Acuden apurados los padres y criados. La encuentran entre los escombros, Mariamta está ilesa. No salen del asombro y se hacen cruces ante la evidencia de que es un ser predestinado, no tiene ni un rasguño, la palpan, la sacuden y ella se esta riendo a carcajadas. —Mañanita, no os riáis de esta manera. Así no se ríen las santas... —Entonces, no quiero ser santa. Mañanita ha cumplido tres años. Es pequeña, endeble, delgada como la caña de maíz que se entrega al viento. No come nada. Escolástica Sarmiento ya no está a su lado, se ha mudado de casa y se ha llevado consigo el equipaje del ruido y la algazara. En el centro de la familia por demás devota, con unas cuantas hermanas, que en nada se parecen a Escolástica, se queda íngrima y va asimilando los modales recatados de los que viven a su lado, quienes están pendientes de sus actos porque no pueden olvidar que está predestinada a los altares. Lejos de la amiga, deja muy pronto de ser una niñita. Se olvida de las travesuras. Empieza a perder las alas. Se arranca una pluma a cada instante, duele un poquito, pero pasa. Clausura la puerta de la risa cuando se quiere escapar de la garganta, la muerde, la saborea y encuentra que ya no le sabe a nada. Deja de corretear por los patios, ya no se esconde entre los matorrales de la huerta. No intenta interrumpir la labor de las hermanas. No le importa lo que hagan los vecinos, pierde el interés de espiarlos y de subirse a los tapiales. Se vuelve tranquila, modosa, apacible y empieza a asumir el papel que le asignaron desde el instante en que vino al mundo. Como se niega a comer, su salud es mala y sólo cuando aparece el sol le permiten levantarse. Se queda en cama acompañada de la india Catalina, pero la sordera le impide entablar cualquier conversa. Mientras la india maneja el huso, la niña se aburre y trata de encontrar dónde poner los ojos. El cuarto es oscuro y silencioso, apto para alejarse de las cosas terrenas. Fija su vista en la filigrana del crochet que tiene el almohadón: el tejido de figuras simétricas da la vuelta alrededor de un punto, las figuras concéntricas se expanden alrededor del círculo como si fuera un mándala, hecho exprofeso para aprender a concentrarse. Apenas se escuchan las campanas de la iglesia cercana. Las horas se arrastran con cansancio y lo único que puede hacer es dejar que su atención se quede fija en el centro del tejido de ganchillo. Le han dicho que es el propio Dios quien le ha mandado los achaques que padece, porque le ama... Piensa que la india Catalina también le ama y sin embargo trata de quitarle sus dolores. No puede entender por qué el amor y el dolor, cuando vienen de Dios, se dan la mano. Solo sabe que debe aceptar la voluntad divina con paciencia, y la paciencia implica la inmovilidad en la cama, la ausencia de quejidos y el silencio. Cuando comienza a sentir el dolor en el costado se arrebuja como un gatito asustado en los brazos de la madre, y si la madre no está acude a la indígena. Catalina le toca la frente. Está ardiendo. Es la fiebre que le aparece al caer de las tardes. Cree que está dormida y la lleva de nuevo a la cama. Le arropa. Cierra la puerta y la confina al aislamiento. La fiebre le muestra visiones que la alejan del mundo cotidiano y aburrido. Le gusta estar así, flotando entre las sombras. Alguna vez, su mente se extasía ante la contemplación de una luz de asombroso brillo que parece ser hecha con hilachas del cristal más puro. Trata de que sus ojos conserven la aparición de esa luz que no puede ser otra que la presencia divina. Pero la luz es demasiado fugaz y desaparece en un fondo de colores sucesivos, entre otras estrellas que no tienen el fulgor de la primera, y se esfuerza por conservar la imagen tratando de no ver a los ángeles de alas inmensas que aparecen y desaparecen entre nubes amarillas, entre las ramas coloradas de los árboles de la huerta, entre los barrotes de la cama que se alargan hasta el techo, entre los círculos de la labor de ganchillo y el girar incesante del huso en los dedos de la india Catalina que cabecea hasta quedar dormida. ¡•f =:- =;- Cuando llega el verano, con un sol que reverbera al mediodía y con vientos helados que cortan el respiro en las tardes, se sabe que han llegado los días en que se hacen las cosechas. Las familias pudientes acostumbran trasladarse a las estancias. Los Paredes y Flores, o Senel Flores y Paredes, o Flores de Paredes, que para el caso es lo mismo porque es costumbre trastrocar el apellido, van a la hacienda de Saguanche, en las cercanías de Cayambe. Marianita es feliz en la quietud del campo. Recupera la salud. Se le encienden las mejillas. Se le oye cantar el «Salve, salve gran Señora, Hija del eterno Padre...», lamento andino que en sus labios pierde sus notas de elegía indígena. Acompañada por la india Catalina camina por los potreros, las dos hacen ramos de retamas y de cartuchos para adornar el altar de la capilla, y a la tarde, esperan la llegada del rebaño de ovejas y de cabras para ayudar a contarlas. Se ríen en complicidad al comprobar que cuando los patrones están en la hacienda, no se pierde ninguna oveja ni se desbarranca una sola cabra. Van por todos lados. La niña aprende más palabras en quichua. Se embelesa con el canto monótono del Jácchihua a cuyos sones ancestrales se recolectan las bondades de la tierra y no entiende por qué, entre tanta belleza, las indias que lavan los anacos en las piedras del río con un guagua a la espalda, los indios que cavan las sementeras de papas, los que guían la yunta de bueyes y hacen surcos siguiendo la cintura de los montes, y hasta los longuitos que se quedan parados al lado de las cercas, con temor de acercarse, tienen dentro de sí tanta tristeza. Los trojes de la hacienda se llenan de mazorcas, de montones de cebada, de quinua y de todos los granos. La tierra de la hacienda es demasiado generosa. Brillan los trigales y se ondulan con el viento, las hojas de los maizales carraspean al rozarse, las flores de las papas susurran canciones de colores lilas. Las vacas se dejan ordeñar con mansedumbre, las ovejas se dejan trasquilar sin dar balidos. Los criados hacen cuajada y envuelven quesos en hojas de atchera en la cocina. Don Jerónimo ordena que se tenga presente el mandamiento de los diezmos y primicias y se empieza a separar los costales que irán a las despensas del obispo y a las bodegas de unos cuantos conventos. La niña se sume en las cavilaciones de los primeros años y no logra entender cómo es posible que al poner en la tierra la mínima semilla se hagan los matorrales y los árboles, ni cómo es posible que de una sola papa crezcan tantas. Le explican que es un milagro y ella empieza a caminar con respeto entre las eras. Tampoco entiende por qué el mayoral, montado en su caballo, conduce blandiendo un látigo la fila de indios que asisten cabizbajos a escuchar y aprender de memoria la doctrina, por qué se quedan sentados como estatuas en las gradas circulares del patio, con las manos escondidas bajo el poncho. No sabe por qué no está la trenza debajo del sombrero que no se quitan nunca como si les diera miedo que las ideas vuelen demasiado lejos. — ¿Por qué les habéis cortado el pelo? —Por castigo. — ¿Por qué les habéis castigado...? —Porque ya han recibido más de doscientos azotes en la espalda y en las posaderas y hasta se les ha metido una semana al cepo, y no entienden. — ¿Qué queréis que entiendan...? —Que deben asistir por propia voluntad a la doctrina para adorar a Dios y no a Zupay. — ¿Quién es Zupay...? —El diablo. —¿Y por qué adoran al diablo y no a Dios...? —Por malos. Durante el tiempo de cosechas la hacienda parece tener el colorido de una fiesta, pero Mañanita se contagia poco a poco de la melancolía de los indios. Los capisayos viejos, las alpargatas rotas, el olor rancio que sale de sus cuerpos, los sones del yarabí que se lamenta, se pegan a la piel como una costra. Trabajan desde la madrugada vigilados por el mayoral que no abandona el látigo. Los más chiquitos, llevan a pastar las ovejas, las mujeres lavan la lana, la colorean con tintes vegetales, la secan al sol. El tosco hilado de la lana se hace dócil con los golpes del batán y se transforma en el telar en paños, bayetas y lienzos de colores. Los hombres cavan las sementeras y despostan las reses, aunque tienen prohibido comer carne. Se preparan ollas de mondongos y chanfainas, aunque en las chozas se come puñados de cuchipapas y maíz tostado. En los campos y establos, en los trojes, en los patios y corredores hay alegría y movimiento, aunque la música del pingullo y del rondador, cuando se pone el sol, escalofríe el alma. Los patrones deben retornar a la ciudad lluviosa y les invade la nostalgia de abandonar el campo. El día de regreso madrugan. La jornada es larga y cuando hay mujeres nadie se aventura a viajar a oscuras. Don Jerónimo da la orden de partida. La recua de muías se adelanta con las cargas. Los señores cabalgan a la zaga. Empieza a brillar el sol. La caravana se mueve lenta y zigzagueante entre las estribaciones de los Andes. Vista desde las nubes, es igual a los mullos de un rosario que se le hubiera caído al Cayambe. Siguen por chaquiñanes y senderos. Cruzan los desiertos páramos, descienden a los valles, viajan entre la paradoja del calor y el frío. A un lado del sendero no faltan los árboles tropicales de chirimoyas y aguacates, y al otro lado brillan los casquetes de nieve en las montañas. Bordean el cauce del río Ovejas que se desliza veloz entre las piedras. Al mediodía se detienen a almorzar un fiambre. Los indios, apartados, se contentan con masticar, en cuclillas, un puñado de maíz tostado; hacen una bola con hojas de coca y les es bastante. La niña les mira y siente que le nace más ternura. Adivina que bajo el poncho solo hay penas, y cuando le llaman a comer, dice como siempre que no tiene hambre y apenas toma un sorbo de agua. Después del refrigerio, siguen el viaje. Marianita va a las ancas de una muía y se agarra a la cintura de su madre. Hay que vadear el río que ha hinchado su caudal con los deshielos del nevado. El torrente la pone inquieta, quiere saber por qué se cierra el río cuando la muía pasa y no queda el camino señalado como cuando se transita por el campo de cebada. Aunque es poco parlanchina, no deja de hacer preguntas: — ¿A dónde van los ríos...? —Los ríos van al mar... — ¿Y dónde queda el mar...? —Muy lejos. — ¿Dónde...? —Marianita, por la Santísima Virgen, ya no preguntéis más. No es propio de vos el ser curiosa. — ¿Por qué? —Porque es pecado. — ¿Qué es pecado...? Lo que quiere saber tal vez le dirá el árbol de aguacate, porque dicen que comer aguacate con dulce es pecado. Tal vez sepa el cholán que inventa parasoles de flores amarillas a cuya sombra se acogen los indiecitos pastores cuando se sientan a masticar su ración de cucayo. Tal vez sepan los quindes que se paran en las manos temblonas del aire mientras sorben el néctar de las flores. Debe saber el viento que le acaricia el rostro y le levanta a cada instante el ala del sombrerito de paja y hace remolinos locos con la hojarasca. Deben saber los zigses que se dejan coger para hacer las alas enhiestas de los ángeles que acompañan las largas procesiones. En la mitad del río, va a preguntarle al güirag-churo, pero vuela rápido, vuelve la cabeza, se empina. La muía pierde piso y corcovea. La niña se suelta de la cintura de la madre y cae al agua... Doña Mariana grita aterrada: — ¡Misericordia Señor! ¡Se ahoga mi hijita! ¡Salvad a mi santa! La caravana se detiene. Hay confusión y gritos. Los indios miran hieráticos la escena. Le toca al mayordomo de la hacienda, Hernando Palomeros, tirarse a rescatarla... Desde el centro del río, Doña Mariana Jaramillo de Granobles, sus hijos, el padre y los peones la ven parada en el agua. No grita ni tampoco llora, está tranquila y riente. Parece una figurilla de porcelana, escapada de las consolas de la sala y colocada en un ámbito salvaje. El sol le cae como una capa dorada. Tiene las manos cruzadas sobre el pecho. Entre el espejismo del río que inventa olas, que se detiene en remansos, que salta y acarrea pepitas de oro en sus arenas, no asoma la piedra en la que está parada. Apenas se mojan con la espuma las botitas blancas. El viento y el sol le secan en seguida los vestidos de holanes. El mayordomo Hernando Palomeros llega donde está, la toma con cuidado, la coloca en sus hombros, la trae paso a paso, despacio, buscando las piedras planas, imaginándose que lleva una imagen consagrada. Tiene el peso de una pluma, y cuando llega, la coloca con respeto en los brazos ansiosos de la madre. Los viajeros respiran aliviados. Los indios suspiran y aprietan los puños con rabia al recordar que sus mujeres prefieren matar a sus guaguas cuando nacen. Los blancos dan gracias a Dios porque la niña está a salvo. Prosiguen el viaje por el sendero trillado. Todos van recogidos y en silencio, quieren llegar más pronto a la casa contigua al Arco de la Reina para contar a las gentes de la ciudad de Quito que con sus propios ojos han sido testigos de un milagro, para decir que la niña tiene el extraño poder de andar, como el Señor Jesús sobre las aguas. Los indios arrean las muías y les siguen en silencio. Mañanita no entiende por qué nunca se cansan ni tampoco hablan. Al llegar a la casa cuentan a todo el mundo cada una de las secuencias del milagro, la niña se embarca en la sugestión y se convence de que pudo caminar sobre las aguas. Oye repetir que es un ser predestinado y ella empieza a entender lo que quieren decir cuando la tildan de santa. Es verdad que en nada se parece a las otras niñas ni tampoco a sus hermanos. Es diferente a Tomás |
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